capítulo XXII

-Puede no ser tuyo.
-¿Qué dices ahora?
-Verás, no te lo he contado todo. Salgo con alguien desde hace un tiempo; cuando me acosté contigo ya éramos pareja. Se llama Javi…
-Como si se llama Kevin Costner de Todos los Santos. ¿Me lo dices ahora?
-No ha habido momento, no solemos vernos para compartir nuestra felicidad, precisamente. Además, sé que es una tontería, pero pensé que tal vez te pondrías celoso.
-¡Celoso, dice! ¡Qué cojones tendrán que ver los celos! Tía, que estamos hablando de un hijo, no de quién la tiene más larga. Además, me refiero al momento en que me soltaste el bombazo, no a los días que me acosté contigo ¿No sabes quién es el padre?
-No estoy segura, creo que tú, pero no lo sé. Justo un día antes me acosté con él, pero en los días más fértiles estaba contigo. A lo mejor te lo tenía que haber comentado…
-¿A lo mejor? Tú no estás bien, eso tuyo tienen que mirártelo…
-No empieces, déjame terminar. Es que estaba muy asustada y no pensaba con claridad. Lo primero que hice fue contártelo a ti. Luego hablé con él y fue en ese instante cuando me di cuenta de que no te lo había dicho todo. De ahí que haya vuelto a quedar contigo.
-¿Sabe que el niño, bueno o niña, la criatura, ¿se dice feto todavía o no es feto? da igual, podría no ser suyo?
-Claro que lo sabe.
-¿Y no le importa?
-No diría exactamente que no le importa. Podría estar embarazada de mi ex ¿cómo crees que le sienta? Pero ha sido comprensivo. Es muy buena persona y se está portando genial. Lo primero que dijo cuando se enteró…
-Que sí, que sí. Que Javi es un tipo como pocos, reguapo y rebueno y requetecomprensivo y ¿a qué lo adivino? Folla de puta madre.
-No eres más tonto porque no eres más grande, de verdad.
-Soy un virtuoso. Un poco gilipollas, pero virtuoso.
-Me río por no llorar, que lo sepas.
-Pero te ríes…
-Bueno, que no me hagas el lío. Mañana le dan a Javi los resultados.
-¿Se está sacando el graduado?
-Víctor, coño…
-Sigue, perdona. A veces el gilipollas se come al virtuoso.
-En fin, que eso: que me mañana nos dan los resultados.
-¿Pero no me tengo que hacer la prueba yo también?
-A ver cariño mío…
-No me llames así.
-Perdona. A ver, gilipollas: si el no es el padre, eres tú. ¿Te crees que me he estado follando a toda la ciudad?
-Tiene sentido. Lo primero, digo.
-Ya. Oye ¿el café está asqueroso o yo tengo el paladar atrofiado?
-El paladar muy bien no lo has tenido nunca.
-Es verdad, te la he chupado.
-Touchè. El café está asqueroso, es raro, suelen hacer buen café aquí.
-¿De qué te ríes?
-Nada, da la impresión de que de un momento a otro nos vamos a poner a hablar del tiempo.
-Es verdad, deberíamos estar mucho más serios.
-No te creas, es más fácil así. Ya llegará el momento de ponerse serios.
-Tenemos que hablar de cómo lo vamos a hacer.
-Vero, prefiero hablar del tiempo, o de fútbol, hasta de política, si me apuras, no me apures porfa. Por qué no dejamos la incomodidad para cuando se confirme que la noticia es incómoda.
-Gracias.
-¿Por qué?
-Por ser así.
-No tiene mérito. En el fondo no es más que egoísmo, sólo que da la casualidad de que te ha venido guay.
-Eres único dejándote querer.
-De nada. Uno, que tiene sus armas.
-Si quieres podemos cenar juntos. Javi trabaja esta noche y supongo que estarás muy nervioso solo en casa.
-¿No has tenido ya suficiente?
-Idiota, no hablo de eso, no vamos a hacer nada. ¿Es que tú no tienes fondo? ¡Estoy embarazada!
-Las embarazadas follan, lo he visto en la tele.
-El National Geografic está haciendo mucho daño.
-Tranquila, aún no estoy tan mal, lo escuché en un programa del corazón.
-Mucho mejor, no esperaba menos.
-Bueno, en serio, que no hace falta. Mi padre está en casa unos días. Por el rollo de vender el piso y tal.
-Ah.
-Sí.
-Sí qué.
-Que sí sabe que puedo ser padre. En realidad piensa lo mismo que yo hace unos minutos, que voy a ser padre. Uff, tengo que hablar con él.
-Y…
-Bien, se lo ha tomado bien. Dentro del charlote que me ha metido, le he notado contento. Me parece que le mola la idea del nieto. En fin, yo que sé, ya sabes que él te aprecia mucho.
-¿Cómo está?
-Echa de menos a mamá, aún está en la fase de pillarse pedos como pianos. El pueblo le está sentando bien.
-Lo irá superando. ¿Y tú?
-Yo creo que va a seguir haciendo buen tiempo.
-OK. Oye, me voy a ir. Tengo que comprar y hacer unas cosillas.
-No te preocupes. Yo también me he terminado el café
-No es eso…
-Pírate ya anda. Que ya lo sé.
-¿Cuánto es aquí el café?
-Déjalo, ya pago yo, me voy a quedar un rato. ¿La cafeína no es mala en tu estado?
-Sí, poco a poco, ya he dejado de fumar.
-Pues lo siguiente el café.
-Que sí, pesao.
-Y si después pudieras dejar de ir acostándote con tus ex ya es que lo clavas.
-Menos mal que te conozco y te delata la sonrisa, porque te estás ganando una leche de las que hacen historia. ¿Pagas tú entonces? ¿Dónde mierda he puesto las llaves? Aquí están. Vaya, me ha llamado Javi, no lo he escuchado. Me voy.
-Ya te has ido dos veces con ésta.
-Sí, bueno, eso. Que adiós, dame un beso.
-¿Me llamas mañana?
-En cuanto sepa algo. Dale un besazo a tu padre.
-De tu parte. Adiós.
-Adiós.
-Y cuídate… Ciao.
-Ciao.

-Damián, el café estaba asqueroso.
-Pensé que te querrías librar de ella pronto y he pensado que el café aguado haría bien su trabajo.
-Coño, pero el mío haberlo hecho con cariño.
-Perdona, eso ya ha sido placer a secas.
-Uff, ponme un copazo y dime qué te debo, anda.
-Sí, me tomo uno contigo.
-Estupendo, pero entonces pagas tú.
-Como si no lo supiera ya.
-¿Viste el partido de ayer?
-Pamela y yo nos estamos separando.
-Yo mañana voy a saber si tengo un hijo con Verónica.
-Empate a uno.

capítulo XXI

Anda Damián un poco frío últimamente. Su boca echa en falta las formas oblicuas y gesticula con una lentitud inusitada. Podría afirmar que su alma pesa hoy por hoy algo más de lo los famosos veintiún gramos. Me intimida. No expeler mis problemas ni recepcionar los suyos es extraño. Me apetecía un refresco pero ha abierto directamente una cerveza. No me he atrevido a decirle nada. Tampoco me va a suponer un esfuerzo sobrehumano llegar al fondo del vidrio. Si hoy le viese por primera vez pensaría en un camarero del montón, por suerte ha hecho méritos más que de sobra para seguir siendo mi héroe entre los barman. No es verdad eso que dicen de que cuesta mucho ganar el respeto pero que se puede perder en un instante. Para que eso suceda el oyente, observador, o lo que sea, ha de tener los escrúpulos a ras de suelo y la empatía de un hurón. No es mi caso, aunque entiendo que no soy la más común de las criaturas. La más modesta tampoco. Ay la modestia, qué sobrevalorada característica. Vamos a ver: estoy harto de escuchar lo valiosísima que es la sinceridad, por otro lado no estoy menos harto de oír cosas del palo: “bah, qué dices, no es para tanto” mientras el susodicho se coge una sobredosis de ego digna de Calígula. Lo mismo estoy exagerando. Da igual.
Mientras echo estos vistazos al estado de mis neuronas caigo en la cuenta de que papá lleva media hora de retraso. Es verdad que prefiero esperar un poco, por eso de que el estrés no se haga fuerte, pero media hora es un límite que no debería rebasarse. La única cifra redonda que acepto en estos casos son los quince minutos, más es excentricidad. ¿Menos? Diez minutos tarde es vulgar, eso lo hace cualquiera. Papá entra en La Galbana. Va vestido de pueblo, me abstengo de comentar su indumentaria. Centro mi atención en que es mi padre y que le quiero. Es el mismo ejercicio al que voy a someterle en breves momentos. Me avista al fondo de la barra. Esboza un amago de algo similar a una sonrisa y se detiene a saludar a Damián. La sonrisa se le desboca y me hace esperar dos minutos más de cháchara con Damián. El uno no suele darme conversación, yo a él tampoco, y el otro está vaciando toda la simpatía que se ha ahorrado conmigo. La particularidad de los celos cuando no se trata de tu pareja, es que no pueden arreglarse con un polvo.

-Cómo estás hijo –vocea empastando con su vestuario mientras abre los brazos dos metros antes.
-Este siempre está bien ¿no le ves? Anda que le falta la cervecita –dispara Damián cerrándome la boca.
Mi padre me abraza con fuerza, me da dos palmadas enormes en el omoplato izquierdo y, con una seña, como si en una película, sugiere al camarero que nos sirva dos cervezas. O eso me ha parecido porque Damián aparece por arte de magia con dos güisquis y un plato de quicos.
-¿Qué pasa papá? –logro vocalizar ante los caprichos de la circunstancia.
-¡Un brindis Víctor! –coloca un vaso en mi mano y alza el otro- chin-chin. Bebemos. Bueno, bebo yo, el engulle y teletransporta el líquido del vaso a su hígado.
-Joder, estás contento.
-Es para estarlo, no sólo está vendida si no que ya me han hecho el ingreso. De oreja a oreja no, ríe hasta la nuca.
-La casa…
-Claro hijo, qué va a ser. Estás en la parra.
-Bien entonces –demasiado efusivo-, supongo. –Así sí.
-Qué soso que eres joío.
-Eso va a ser. –Imito su ejercicio de teletransportación y un ardor me demuestra que aún no estoy preparado.
-Me meo –sale disparado hacia el servicio-. Pon otras dos Damián –dice por el camino. Me giro y Damián está rellenando los vasos. Lo que digo, un súper héroe.

Esta conversación va a ser más difícil de lo que mi intuición suponía. Según los datos recibidos papá debe ir por el quinto güisqui. O el décimo, que tampoco voy a poner la mano en el fuego. En una iluminación repentina empiezo a entenderle. Lo de mamá ha debido de ser más jodido para él que para mí, está claro que la casa era un lastre. Los grados de alcohol que lleva encima seguramente son el contraste con la felicidad del peso que acaba de quitarse de encima. Creo que se está macerando para encontrar el lado positivo. Lo ha encontrado, creo, tendría que seguirle un poco la corriente. Llamemos así a ponerme en su lugar e inferir que es muy probable que yo hiciese lo mismo.
Sale del baño con la cara empapada. Seguro le ha venido de puta madre descargar la vejiga y bañarse la cara. Vuelve con la camisa llena de gotas y la cara aún chorreando. Hago un esfuerzo y elimino del campo visual las gotas que también trae en el pantalón. Coge un puñado de quicos y reta a su dentadura. Los frutos secos parecen ir ganando la batalla, así que traga la mitad del contenido de su copa y se adjudica la guerra. Hace un gesto a Damián y él cambia los quicos por unos gusanitos naranjas. En serio, esto es a la lógica lo que el Sueño de Morfeo a la música.

-Bueno ¿cómo estás? ¿qué te cuentas? –pregunta disfrazándose de tipo sobrio.
-Bueno, alguna novedad hay –respondo apuntando para lanzar mi primera flecha.
-Ya sé, ya sé. Resulta que tengo un hijo escritor. ¿Pensabas decírmelo cuando ganes el Planeta?
-Papá, dame un respiro que vienes en cuarta y yo acabo de poner el contacto.
-Venga vale. Cuenta, a ver ¿desde cuándo escribes?
-Tú ganas, mira vamos a zanjar el tema rapidito. No soy escritor papá, llevo unos años escribiendo mis cosas y ha desembocado en un pequeño proyecto…
-Pero la editorial del padre de Marta va a publicarlo. Eso es ser escritor.
-Papá ¡qué no! Que no voy a publicar na, déjalo ya. Ya te lo contaré en otro momento. –Si no fuera por el pedo que lleva pensaría que Marta le ha contado la historia de otra manera.
-Pero si es una gran noticia; qué digo, es un gran día. La casa, tú escribiendo… habrá que celebrar.
-¡Verónica está embarazada, papá! –Hay que tomar medidas drásticas. La cara se le queda neutra.
-¿Tu novia?
-No. Mi ex novia ¿cuántas veces te lo voy a decir?
-Siempre he pensado que volveríais…
-Eso no va a pasar –digo con la crispación inyectada en vena.
-¿Voy a ser abuelo? Ja, ja, ja… Qué noticia, hijo.
-En serio, papá ¿podrías hacer el esfuerzo de escucharme? –le quito la copa de la mano y la estampo sobre la barra.
-¿Qué pasa? –pregunta, ahora lejos de cualquier disfraz.
-Pasa que Verónica y yo no vamos a volver nunca, pasa que está embarazada, pasa que ella tiene novio, pasa que está embarazada pero el hijo puede o no ser mío… Pasa papá que no soy ni escritor ni pollas. Pasa, papá, que estoy cagao.

Un silencio del tamaño de china nos pone a los dos la vista en el suelo. Damián, que andaba cerca, desaparece por la puerta de la cocina. La gente desaparece y papá se vuelve la persona más vulnerable del mundo. Las facciones se le aprietan al hueso y un hilo amarillo de voz le asoma de los labios. Si pudiese verme a mí mismo descubriría que soy un reflejo de la imagen que estoy observando.

-Hijo…
-Qué –respondo a la vez que recibo el abrazo más veraniego que jamás he recibido.
-No te preocupes. Estoy contigo. Vámonos a tu casa, tenemos que hablar.
-Sí –miro a Damián que me hace un gesto de “lárgate, no me debes nada”.
-Ojalá estuviera aquí tu madre, no sabes cuánto la echo de menos.
-Sí lo sé papá. Vámonos a casa.

Nada ha salido cómo estaba previsto. Nunca pasa como estaba previsto. Pero es la primera vez en mucho tiempo que me siento cerca de mi padre. Es la primera vez que digo “vamos a casa” y no miento en ningún sentido. Me siento a salvo y protector. A cierto nivel de vulnerabilidad el miedo se vuelve un ser débil y poco preciso. No estoy solo.

capítulo XX

He hablado con Verónica por teléfono. Una de las cosas buenas de este curro es que nos dejan hablar por teléfono. También se puede fumar, de momento. Las camareras abusan del teléfono y Joaquín del tabaco. Supongo que tarde o temprano al jefe se le hincharán las pelotas. Demasiada paciencia para un jefe. Decía, digo, que he hablado con Verónica. Es raro. Mi vida siempre ha ido por rachas. Tengo curro, me siento casi bien, bebo menos, he quedado con papá mañana, el piso está vendido… y Verónica quiere saber de mí. No hablamos desde lo de mamá. No me atrevería a decir que sé lo que quiere, pero si la conozco bien creo que se ha dado cuenta de los errores cometidos. Tal vez quiera redimirse. Confieso que no sé qué hacer, tendré que esperar a verla. Por un lado me metería un buen chute de ego diciéndole que todo se ha acabado y que si lo que quiere es follar, haré el esfuerzo. Por otro, estoy cansado de estar solo.
Hoy ha habido mucho trabajo, además los menús se me han pasado más lentos que nunca. Esperar a Verónica siempre ha sido largo, pero lo de hoy es excepcional. He tenido cuidado con no mancharme demasiado la camisa, me miro en el espejo de la barra cada cinco minutos y no me he peinado porque no tengo qué peinar. Siempre ha tenido la virtud de desmembrar mi paciencia.

Sirvo el enésimo café del día mientras preparo mentalmente mi encuentro con papá. Limpio las bayetas, recojo la barra, planeo mi día libre, me cago en el capullo de la editorial… Pienso también en Laura. La tenía bastante aparcada hasta hoy. No sé, hay días que el cerebro se pasa de revoluciones sin motivo aparente. Es otra de las cosas que Verónica produce en mí sin demasiado esfuerzo. Cuando el jefe me dice que limpie la cafetera y me vaya, Vero entra por la puerta. Vero, sí, la falta de distancia tiene estos efectos. Está preciosa. Los mofletes colorados y ha ganado un poco de peso. Lo que digo, preciosa. Voy hacia ella y Joaquín me da una palmada en la espalda. Me sustituye en la limpieza de la cafetera. Me seco el sudor y salgo a su lado.

-Vaya, así que aquí es donde curras. Está bien el sitio –saluda.
-Hola –saludo también.
-Me alegro de que te vaya bien.
-Yo también me alegro, pero no es tanto que me vaya bien.
-Ah ¿no? –dice sin sorpresa.
-Pues no, pero me siento en el camino. Paso a paso, ya sabes que a mí las prisas…
-A ti las prisas te encantan, lo que pasa es que no lo sabes.
-Lo que tú digas. ¿y tú qué?
-Bien… va bien. Tengo curro que no es poco.
-¿Y además del curro? –insisto en busca del motivo de este encuentro.
- De eso quería hablarte.
-Ya supongo. –Se que se me ha puesto mi inconfundible cara de listillo.
-No supongas mucho. –La cara se le pone color gazpacho y de pronto su mirada parece preocupada en el brillo de mis zapatos.
-¿Nos vamos?
-¿Ya has terminado?
-No, es que soy así de chulo y salgo cuando quiero.
-Vale, vale, vámonos simpático.
-Perdona, vamos.

Joaquín se despide y sonríe. El jefe me hace un gesto, entiendo que el próximo día me paga. Las camareras ni me miran, lo de siempre. Salimos al aparcamiento, el bochorno nos pone ojos de chino y el sudor vuelve raudo a mi rostro. Ella mira al cielo y respira con gula.

-¿Has venido en tu coche? –pregunto.
-Sí, claro, tranquilo que no tienes que llevarme.
-Joder, Vero, no lo digo por eso.
-Lo sé. Es que esto no es fácil, estoy muy nerviosa. –Una lágrima le parte en dos la mejilla izquierda, otra se apresura hasta su boca.
-¿Qué ocurre? –seco con el índice ambas gotas de sal-. Puedes confiar en mí, somos amigos ¿no? –aunque lo que tú quieres es algo más. Sé que no está bien, pero engordo un par de kilos intuyendo su arrepentimiento. Además, voy a decirle que no. Es verdad que está preciosa, pero también lo es que no estoy sintiendo nada, si dejamos a parte la amistad. Esta victoria me va a sentar muy bien.
-¿Recuerdas… es decir, los días que estuve en tu casa?
-Claro que lo recuerdo. Gracias. –El agradecimiento produce otras lágrimas que, esta vez, no seco. El demonio del hombro me obliga a disfrutar el momento. ¿Qué soy malo? Podría debatirse largo y sentado.
-No me tienes que dar las gracias, te di el cariño que necesitabas. Quería mucho a tu madre.
-Vero… hablar de mi madre no es oportuno. Estoy bien, pero no tanto.
-Uff -toma fuerzas con un enorme suspiro entrecortado.
-Suéltalo ya.
-Estoy embarazada.

capítulo XIX

Hace siglos que no movía el coche. Ha arrancado, buen chico. Como un niño con chapines nuevos, y rojos ya que puedo elegir, escojo el camino más largo. Ir a la editorial en metro tiene su toque bohemio, pero esto es mejor, mucho mejor. Los juegos en el coche son muy diferentes a los de los vagones. Para empezar la música está a todo trapo y berreo intentando cantar. Tiene que ser pelín más que desagradable el sonido. Sin embargo voy solo y tengo la gran virtud de que a mí mismo no me molesto. Hasta he pasado por el túnel de lavado, me ha parecido oír cómo mi viejo Ford me daba las gracias. Ambos vamos relucientes, los faros de mi coche siempre me ha parecido que sonríen, hoy le acompaño en complicidad. Los coches tienen cara, al menos a mí me lo parece. De chico siempre que viajaba por carretera los iba identificando. Mis favoritos eran los Peugeot, que tienen cara como de enfadados, sus faros llevan el ceño fruncido. Ahora los Peugeots no me gustan nada. Juego también a los retrovisores: si el coche de atrás lo conduce una mujer guapa, me gusta pensar que me observa. Me enciendo un cigarrito, pongo mis caretos más interesantes e intento seducirla con mis mejores poses. Suele ocurrir que al poco tiempo enciendan el intermitente y me peguen una pasada digna de Montmeló. Si la misma chica está delante, cambio los papeles y listo. La observo y me dejo seducir por ella; cada vez que mira el espejo es porque me está buscando, y sus gestos no son casuales. Quiere mostrarse, que la siga mirando. Adora que esté detrás de ella dejándome entusiasmar por sus miradas de retrovisor. Aquí lo que suele pasar es que otro vehículo me robe la posición y se deje mirar por otro. Peor para ella. Soy un voyeur excepcional. Se puede saber mucho de una persona por el coche conduce. Mentira, no es cierto en absoluto. Aunque reconozco que se han dado casos. El mío es blanco, con el parachoques y los bajos en negro y una antena partida en el capó. Mi coche es camarero: camisa blanca, pantalón y zapatos negros y un Bic mordisqueado en el bolsillo.

¿Cómo es el edificio de una editorial? Pues el de esta, feo como él solo. Mi Scort entra ruidoso y sonriente ante la atenta mirada de Audis y Mercedes. Es lo habitual, que los ejecutivos miren al camarero. Aparco en la mismísima puerta. En la entrada, tras una pequeña mesa similar a un pupitre, Marta hojea y ojea documentos hasta que se percata de mi presencia.

-Has venido, Víctor, qué bien –dice con cierto entusiasmo.
-Hola. Claro ¿cómo no iba a venir?
-Los artistas sois muy raros –guiña y me enseña todos los dientes.
-Yo no soy un artista.
-Tienes talento. Aunque no soy yo quien tiene que decírtelo.
-¿Tú padre?
-Tampoco, él no está aquí ahora. Hablarás con quien se encarga de los autores noveles.
-Vale.
-Pasa por aquí –dice dándome la espalda y comenzando a caminar.

Por dentro el lugar parece mucho más pequeño. Además no sé de quién narices son los coches del Parking. Pasamos un estrecho pasillo lleno de libros enmarcados. No conozco a ninguno de los autores. Subimos una pequeña escalera y llegamos a una enorme puerta corredera de color azul. Los nervios me encojen el estómago.

-Oye ¿al final qué vais a hacer con lo del piso? –Intento relajarme.
-Bueno, Luis iba a hablar hoy con tu padre. Supongo que no habrá ningún problema, estamos encantados.
-¿Aún no habéis llamado a mi padre? –me extraño.
-Sí, sí que habíamos hablado ya con él. Pero hasta hoy no han podido quedar.
-¿Quedar?
-Sí, vamos, eso me ha dicho Luis, que esta tarde se vería con tu padre para intentar cerrarlo todo.
-Ah. –No tenía la más remota idea de que mi padre andaba por aquí. ¿Por qué no me habrá avisado? ¿Llevará varios días aquí? ¿Dónde mierda se quedará a dormir?
-¡Víctor! –Marta ha abierto la puerta y me invita a pasar primero. Entro.

El despacho es gigante. Al fondo hay una mesa acorde al espacio y con pinta de cara. Alrededor todo son estanterías llenas de libros. Nada sorprendente teniendo en cuenta que estoy en una editorial. Tras la mesa un señor gordo con un espeso bigote alza la vista y sonríe. Es una sonrisa de esas comerciales. Por un momento he pensado que va a proponerme cambiar de compañía telefónica o venderme una cubertería.

-Con permiso, Diego –dice Marta- este es Víctor.
-Ajá, el famoso Víctor. –Se levanta y viene hacia mí con la sonrisa multiplicada. Ahora parece que lo que me va a vender es un coche-. Te esperaba un poco más tarde, te has adelantado. Pero está bien, hoy no tengo mucho trabajo.
-Encantado –nos damos la mano.
-Gracias Marta –y Marta se va por donde ha venido.
-Disculpe que haya llegado tan pronto, pensé que habría más tráfico –le digo con los nervios aún activos.
-No te preocupes, me viene perfecto. Siéntate, por favor. A ver, eres camarero y este es tu primer libro. Nunca antes has publicado nada ¿me equivoco?
-En nada.
-Un camarero poeta ¡qué cosas! Vosotros salís de cualquier lado, los poetas, digo. No te lo tomes a mal, eh.
-No me lo tomo a mal, no ha dicho ninguna mentira. Aunque no sé de dónde salen los poetas, la verdad –digo y él se ríe consciente de que no tengo ni idea de qué va esto.
-Vamos a ir al grano, si te parece. Nosotros lo que hacemos es lo siguiente: podemos hacer una tirada de quinientos ejemplares o de trecientos, lo que tú prefieras. En el primer caso tendrías que comprarnos doscientos y en el segundo cien. Así nosotros…
-Perdone, perdone… un segundo… Diego ¿verdad? Tenía yo entendido que el autor lo que hace es vender su libro, no comprarlo. –Qué coño me está contando.
-Frena un poco, verás no es tan fácil. Estamos hablando de poesía, la editorial no se pilla los dedos. Tú pagas los gastos, pero recibes los libros equivalentes. Luego de las ventas te llevas un porcentaje. Así es como se hace.
-¿Le importaría hablarme en dinero?
-Dos mil o mil euros según la tirada –dice revolviendo en los papeles como quitándole importancia al pastizal que acaba de mencionar.
-Pero… yo no tengo ese dinero. Oiga ¿se ha leído el libro?
-El libro es bueno, está muy bien. Lo he leído casi todo. –Casi todo, dice; la madre que lo trajo-. Habría que cambiar un par de cosillas, el título por ejemplo y revisar algún poema. Poca cosa.
-¿Poca cosa? Permítame que haga un resumen, a ver si me enterado bien: Tengo que modificar cosas, para empezar el título y pagarles los gastos de la tirada que vayan a hacer ¿es así?
-Lo has entendido perfectamente –dice con esa condescendencia que suele resultar humillante.
-Perfecto. Podría, si quiere, también, venirme aquí en mi tiempo libre y lo imprimo yo mismo.
-Tienes que entender que eres un desconocido, el talento no significa nada. Económicamente, me refiero.
-El dinero es lo que no significa nada. Si lo tuviera, me refiero –respondo remedando con bastante mala leche.
-No se ponga así, hombre. Comprobarás que es así como esto funciona. No sólo nosotros, en cualquier otro sitio le van a decir lo mismo. –Que de pronto me empiece a llamar de usted no me hace ninguna gracia.
-No me interesa. Mire, yo sé que no voy a vivir de esto, tampoco es mi pretensión. Mi trabajo me da de comer, pero lo que no pienso es poner un duro.
-Si lo tiene usted tan claro, no tenemos más de lo que hablar –dice levantándose y ofreciéndome su mano. La acepto y me voy solo hacia la puerta. –Si cambia de opinión, vuelva a ponerse en contacto con nosotros. Tal vez cuando lo piense despacio…
-Hasta luego, y muchas gracias –liquido la conversación y me voy.

Marta no está en su sitio. Es un alivio no tener que contarle lo desastroso de la reunión. Salgo y el sol me atiza un bofetón en plena cara. Acelero deslumbrado para que Marta no pueda aparecer y preguntarme. Si quiere saber algo que le pregunte al vendedor ese. Dos mil euros, tócate los huevos. Dos meses de curro. Dos meses de curro en el caso de que deje de comer, beber, etc.
Llego a mi coche, le devuelvo la sonrisa. Al lado han aparcado una moto de gran cilindrada. Una exactamente igual que la que acaban de intentar venderme.

capítulo XVIII

Enseñar la casa. Manda narices salir de currar y tener que ir a enseñar la casa. Sé de lo necesario de venderla, papá no quiere vivir allí y yo tampoco. Aún así no quiero hacerlo. Por lo menos podían haber elegido otra hora. Voy lleno de churretes de café, disfrazado de ser productivo y oliendo todavía al último carajillo que he servido. El carajillo es el talón de Aquiles de los borrachos. Si uno no es alcohólico pide su carajillo en condiciones, se quema bien el alcohol, cáscara de limón, unos granitos de café… Al borracho le basta con un buen chorro de güisqui o coñac, que suele acompañar con un chupito a parte. A veces el chupito también acaba en el café. Joaquín lo llama un güisqui cortado. Joaquín sabe mucho de estas cosas sin ser un buen profesional. Le van a hacer la ola en Alcohólicos Anónimos cuando vaya.
Se supone que conozco a la pareja a la que voy a enseñar el piso. A él para ser exactos. “¿Te acuerdas de los vecinos? Sí, hombre: Teresa y Alberto. Pues su hijo, se casa y quieren vivir allí. Cuando eras pequeño jugabas con él. ¿No te acuerdas? Joder, el Luis”. De lo que me acuerdo es de un gilipollas que venía a casa y me quitaba los juguetes. Mi padre tiene su propia versión de los hechos, consistente en que siempre he sido muy egoísta y por eso el tal Luis se veía obligado a quitarmelos. Obligado, dice. Pues nada, quede absuelto el gilipollas y que me lleven a mí a juicio por egoísta. Algo me dice que no voy a realizar muy bien mi labor de vendedor, llamadme perspicaz.
Llego cinco minutos antes. Adoro mi puntualidad, odio la de los demás. Él va vestido para la ocasión: Un jersey de cuello de pico (con su cocodrilo y todo) y vaqueros de esos que sólo existen porque son de marca. Ella es normal y viste igual de normal. Él marca su territorio amoldando sus brazos a los hombros de ella. Dos piezas perfectas del puzzle de lo incomprensible.

-Hola, eres Víctor ¿no? –se apresura a preguntar.
-El mismo. ¿Y tú eras…?
-Luis, creí que tu padre iba a hablar contigo.
-Por eso estoy aquí, porque he hablado con él, es que no me acordaba de tu nombre. –Le doy dos besos a ella y me presento. Se llama Marta.
-Vamos a casarnos. –dice Luis. He visto a perros marcar su territorio con menos ansia.
-Ya, me lo ha dicho mi padre, de eso sí que me acuerdo. Oye, pensaba yo: ¿cómo que quieres ver la casa? Es decir, ya sabes como es y eso –disparo.
-Es para que la vea Marta. Estas cosas hay que decidirlas entre dos, ya sabes. –La mira y le da el beso más empalagoso posible.
-Pues no, no lo sé. Pero te creo, eh. Conste en acta. –Ella ríe y él le sigue el juego.

Entramos en el portal. Ellos suben primero. No estoy de acuerdo, debería ser yo quien vaya delante. Al fin y al cabo sigue siendo mi casa; o la de mis padres, o la de mi padre… En cualquier caso aún es más mía que suya. Pero bueno, lo mismo me estoy excitando demasiado. A echarle paciencia. Suben muy despacio y casi en paralelo. Ella echa la vista atrás como asegurándose de que sigo ahí. Aclaro que no consiste en ningún tipo de tensión sexual, más bien no se fía de que les esté escuchando; yo creo que hasta teme que desaparezca. El Luis este habla mientras avanza, cada vez más lento. Le presto la mitad de mi atención, el resto de la misma está a sus cosas. Me recuerda incidencias de cuando éramos pequeños como las quedadas de nuestros padres para ver el fútbol y no sé qué sobre nosotros: Que si nos metíamos al cuarto a jugar a súper héroes, que si éramos muy buenos amigos, que si se acuerda de esto, y de lo otro y de lo otro… Coño, a ver si al final va a resultar que tengo una deuda de amistad con este personaje. Uys, qué yuyu. Al llegar al piso tienen la amabilidad de dejarme abrir la puerta. Mentiría si no digo que pensaba que me iba a pedir las llaves para abrir él. Se ve que sabe diferenciar entre visita y mudanza. Entramos.

Aún quedan algunas cosas: El espejo tamaño elefante del salón, un par de estanterías en las que nunca hubo libros, el paragüero de hojalata de la entrada y algunas otras cosas sin más importancia que cualquier otro atrezzo del pasado. No son esas cosas las que me traen el recuerdo, sino la claridad de los huecos de los cuadros, las marcas de los sofás en el suelo, el cerco como de carbón en la pared en la que estaba la tele, etc. Con aguzar un poco la mirada la casa viaja en el tiempo y la veo tal y como era. El olor también es el mismo. Me sorprende. Pensaba que el olor dependía del mobiliario y de los seres que abusaban de él, pero el vacío huele exactamente igual.

-¿Ves? Está muy bien para nosotros. Están genial estos pisos. Y así alejaditos del centro estaremos más a gusto –dice Luis a Marta.
-Es verdad, me gusta. Qué cantidad de luz ¿a qué sí? –continua ella.
Les cuento las cuatro cosas que me ha hecho aprenderme mi padre: Hicimos obra y las cañerías están como nuevas, se reforzaron las paredes y no se escucha a los vecinos, es muy luminoso y hay tomas para la antena en todas las paredes. Lo digo y me aparto de ellos. Me produce risa su conversación en plan película. “Esta puede ser la habitación de los niños”, “Mira, aquí podíamos poner un despacho”. Estos han visto demasiadas películas a las tres y media. Me quedo frente al espejo mirándome las manchas, les pongo hora y cliente y rasco como si tuviera uñas mágicas para hacer desaparecer la mierda. Por cierto que tampoco llevo precisamente limpias las uñas. Joder, si estuviera en casa me estaría dando una estupenda ducha. Estar en casa. Extraño concepto con el que especular en esta ubicación.

Ambos vuelven al salón. Él sonríe como si se hubiera tragado una rodaja de sandía. Ella permanece a la estela. Tocan las paredes y mueven las pupilas sin escatimar. Dos escáneres humanos. Vuelven a besarse, ahora los dos con las mismas ganas. Él se dirige a mí.

-Qué buenos recuerdos. Eran buenos años… -dice buscando que secunde la moción.
-Y eso que aquí vivía yo, si vuelves a la casa de tus padres te pillas una sobredosis de infancia –digo con menos acritud de la que parece. Se ríe.
-Es que como estos pisos son todos iguales, me vienen cosas también de mi casa. Y como encima aquí he jugado varias veces, el recuerdo es más fuerte.
-Ya. –Tiene sentido. Que sea gilipollas no evita la coherencia.
-Bueno, a ver, vamos a los negocios –dice cambiando de sonrisa de gilipollas a sonrisa profesional.
-De los negocios no sé nada, eso a mi padre. Yo, un mandao. –Soy bueno como borrador de sonrisas.

Echan un último vistazo a la casa. Se miran al espejo y van junto a la puerta con un dominio fabuloso de la comunicación no verbal. Bajo yo primero. No se me va a olvidar la ofensa de la subida. Hablan entre ellos dando el visto bueno a la futura vivienda. Salimos y ella me ofrece un cigarro. Fumamos. “Qué asco de tabaco” dice él.

-Bueno, pues ya está. Mañana llamo a tu padre, creo que lo tenemos decidido.
-Pues muy bien –apruebo.
-Estás de camarero ahora, me dijo ¿es así? –pregunta a modo de amigo.
-No exactamente –respondo y me mira las manchas de la camisa-. Quiero decir que no es que sea ahora, siempre he sido camarero.
-Es un gremio que admiro. –Ésta sí que no me la esperaba.
-¡No jodas! ¿y eso?
-Es un trabajo muy sacrificado, hay que tener un par para poner buena cara mientras los demás se divierten.
-Qué me vas a contar. –Verás tú si al final no va a ser tan gilipollas. No estaba previsto.
-También curré de camarero varios años –me dice encontrando mi empatía-, luego ya terminé la carrera y estoy de administrativo en una constructora.
-¿Curráis los dos? –pregunta mi faceta maruja.
-Sí, por suerte sí. En estos tiempos eso es un lujo –responde ella dignándose a entrar en conversación.
-Sí que es un lujo -confirmo.
-Tengo suerte de todas maneras, trabajo de secretaria en la empresa de mi padre.
-¿También en la construcción? –O se me calla la maruja que llevo dentro o termino tomando café con ellos. Hasta escalofríos me han dado.
-Qué va –responde él, quitándole la palabra-. Su padre es el dueño de una editorial. Pero ya le digo yo que no confíe mucho en ese trabajo. Algún día se tendrá que buscar algo serio ¿no crees?
-¿Os apetece un café? –propongo. Qué menos que un café con un amigo de la infancia. Si hasta hemos jugado a súper héroes.

capítulo XVII

Estas tormentas de verano son muy agradables. Llueve pero como si no. El agua más que mojar refresca y si miras al cielo la única nube parece escoltar al sol. Es poético, podría escribirlo. Es agua por sorpresa. Me llama la atención que la ciudad no le eche cuenta más que unos segundos. Como de una regadera, el agua cae desde el principio con la misma intensidad. El ladrillo cambia de color y las personas aceleran un par de pasos. Nadie lleva paraguas, claro. En cuanto las neuronas de cada cual acuerdan que ese agua no moja, la velocidad ciudadana se estabiliza y los edificios se acostumbran al nuevo color. Las mías, mis neuronas, llaman a esto “llover de mentira”. Tanto se lo han creído que he cometido el error de pretender fumar y me he cargado el mechero. O eso, o la única gota de verdad traía de serie una excelente puntería. La lluvia cesa con el chimpón de la gota francotiradora.
En mi primer día libre mantengo mi rutina. No soy yo de esos nómadas valientes que tienen a sus costumbres de un lado para otro. Las mías, con mucho menos, necesitarían días para superar el jet lag. Compro el pan y giro la esquina de mi calle, frente al portal hay un grupo de personas. Las facciones se van definiendo según me acerco. Varios vecinos hablan gesticulando como ventiladores.

-¡Pues habrá que denunciar! –grita la solterona del primero.
-Por eso estamos aquí, tranquilícense. Sólo hay que hacerlo cómo nos han dicho y se pone la denuncia. –grita más el del quinto.
-¡Es que lo que no puede ser no puede ser! Ahora que nos corten la luz y el agua a todos, a ver entonces… -decía otro hasta que le silenció la nueva presencia-. Hombre hola, a usted no hay quién le vea –me dice-. Hay que tomar medidas con los que no pagan la Comunidad, esto nos importa a todos, porque…
-Yo estoy al día –digo en cuanto me lo permite una breve pausa para coger aire.
-Y yo
-Y yo también, no te digo.
-Nosotros ingresamos ayer lo nuestro –sobresale la voz del hombre que gritaba más.
-Haya paz, señores –pone orden el presidente-. Lo que pasa –me dice- es que tengo que decir cuántos estamos de acuerdo con poner la denuncia para poder hacerlo. Por eso estamos aquí. Puse un cartel con la hora de la reunión.
-¿Hay que firmar algo? –pregunto.
-No, sólo decir cuántos estamos de acuerdo. Ya luego lo relleno yo todo pertinentemente –me responde como si leyese el guión.
-Perfecto, pues cuenten conmigo. Tengo prisa. Hasta luego.

Cruzo la puerta esquivando los cañonazos que me lanzan las pupilas del vecindario. Dejo un “hola” especial para Laura y subo. Si Laura gritara en las reuniones de vecinos la tercera parte de lo que grita a Germán, aquí sólo se haría lo que dijese ella. Entro en casa. No es que huela a rosas, pero no huele mal. Se nota que no paso tanto tiempo aquí. Al abrir la puerta ya no parece que Joaquín Sabina acaba de hacer una fiesta. Abro las ventanas y meto unos canelones de marca “vivo solo” en el microondas. Son los últimos. Cuando cobre mi primer sueldo pienso llenar el congelador de pizza, canelones y lasaña. Va a hacer el agosto conmigo Giovanni Rana. Me hago gracia y enciendo la tele cuando consigo encontrar el mando. Suele atrincherarse debajo del cojín izquierdo del sofá. Antes de que pueda encontrarle el punto al volumen llaman a la puerta. Sé que es Laura.

-Pareces el Guadiana, hijo. –Saluda. Amablemente ella.
-Hola, de nuevo.
-No hay quien te vea. Desde que volvió Germán no has dado señales de vida.
-Tengo curro –digo en mi defensa.
-¿Y qué? ¿Curras todo el día y toda la noche? Un “hola” no ocupa demasiado. Mira: HOLA. Ea, ya tengo tiempo para todo lo que tengo que hacer hoy y no me he herniao.
-A ver, a ver, tranqui Laura. Todavía no ha llegado mi abogado –digo intentando sonreír.
-¿Tienes un cigarro? –como diciendo hola otra vez.
-Sí, claro –con escasa agilidad le doy un cigarro y el mechero. Lo enciende como si tuviese síndrome de abstinencia.
-Quería hablar contigo. Iba a decirte que no podemos seguir viéndonos… -Termina de hablar y vuelve a llover. Esta vez el agua cae de un cubo.
-Lo entiendo, es lógico.
-¿Es que eres amigo de Germán? –pregunta anunciando un giro en el diálogo.
-Pues no... Y ya sabes que no entiendo esa pregunta.
-No podemos vernos más porque han trasladado a Germán. Nos mudamos la semana que viene. Ya me dirás qué es lo lógico.
-Es lógico mudarse cuando te trasladan. –Sonaba mejor en mi cabeza.
-Vete a la mierda, rico.
-Joder, pues no preguntes. Perdooona. Es que yo qué sé, estaba claro que había una fecha de caducidad no muy lejana. En el fondo esto sólo es un acontecimiento que nos lo pone fácil.
-¿Nos veremos antes? –me pregunta arrastrando el polvo del mueble con un dedo.
-No vuelvo a librar hasta la semana que viene.
-¿Libras hoy? –me dice con cara de coartada.
-Sí
-Pásate después. –En sus ojos una orden y en su tono un deseo.
-No. Hoy es imposible. No puedo. –Sí puedo.

Antes de marcharse me dejó un beso de cloroformo en los labios. Su lengua me recorrió la boca en busca de defectos y cerró las puertas, la mía primero, la suya después, en un sobresaliente ejercicio de contrastes. La mía un click, la suya un siete en la Escala Ritcher
Claro que había pensado ya en no volver a verla. Siempre que pensaba en ella, pensaba en follar. No tiene nada de malo: las necesidades se sacian y aquí paz y después gloria, que decía mi madre. Pero no creo que ninguno de los dos nos necesitemos ya.
Es más que posible que en un par de días, a lo mejor dentro de unas horas, me lleve la contraria y vuelva a pensar en ella. En los suspiros al declamar sus labios en mi oreja, en sus piernas con vocación fascista, en el olor que se me queda encima cuando mi cuerpo es eficaz en el suyo… No sé con cuántas duchas frías lograré dejar de verla encima, agitándose como si no le cupiese más placer y sus vértebras fueran de látex . No serán pocas. La primera, muy a mi pesar, va a tener que ser ahora mismo. Espero que finalmente no nos corten el agua.

capítulo XVI

Joaquín corre de un lado a otro. Necesita una media de cuatro o cinco viajes para hacer cada cosa. Viene a la barra a por el croissant, lo lleva a la plancha, vuelve a por un plato, se va a vigilar el dulce alimento, lo emplata y lo entrega en barra. A veces se regala otro paseíto y tiene que volver a buscar los cubiertos. Calculo en uno de cada cuatro casos. Mientras atiendo a los clientes, paso las comandas a Joaquín y sirvo café como para desertizar Colombia en un par de semanas. Ha bastado media Colombia para que me haga con los mandos de la cafetería. Ayuda que mi compañero nunca haya estado en el redil que es este lado de la barra. Desde el principio el Jefe decidió que la responsabilidad cayese sobre mí. Más responsabilidad, mismo dinero. No estoy para nada de acuerdo, pero me gusta. Desde que llegué me siento importante por el simple hecho de trabajar, creo; pero que depositen en mí confianza hace más fuerte la sensación.
A veces me cronometro. Justo en frente hay un reloj enorme con forma de botella. Cuando entran dos personas miro la botella y salgo como un resorte. Carga rápida de café, coloco los dos vasos, activo la máquina; a la que los vasos se llenan dos azucarillos y dos cucharas en una mano, los dos platillos en la otra, los monto frente al cliente; detengo los cafés, los pongo sobre el plato, “¿caliente o templada, señores?, sirvo la leche. ¡Perfecto! Veintidós segundos y nuevo récord. “Perdona ¿me pones mejor sacarina?”. A tomar viento el récord. Un café con leche sólo es un café con leche. Yo pido un café con leche y la próxima vez que hablo con el camarero es para pagarle. Estos cafés, los de lo pido y me lo bebo no deberían costar lo mismo que otros. Acaba de entrar por la puerta mi ejemplo de “otros”.

-Buenos días ¿qué hay? –saluda amablemente, cosa que siempre se agradece de este lado.
-Buenos días ¿qué ponemos? –respondo con la sonrisa que se ha buscado.
-Un descafeinado, por favor –dice confirmando que la amabilidad es gratis.
-¿Con leche?
-Sí, pero pónmelo de máquina.
-Claro ¿en vaso en taza? –No es por tocar las narices, es precaución. Los daños colaterales son terribles. A veces hasta puede pasar que tengas que volver a hacer el café.
-¿Cómo son las tazas? –dice remedándome sin darse cuenta, quiero pensar.
-Así. –Le muestro los dos tamaños.
-Pues entonces en vaso.
-Vale, en vaso entonces. –Ambos nos confirmamos con una mueca que esta no es la más normal de las conversaciones. El pensamiento finaliza riéndonos.
Sirvo el café con el proceso habitual.
-¿Tienes leche desnatada?
-Sí, un segundito. –Paseíto por la cocina hasta el almacén, cartón de leche desnatada, falso abrefácil, verter la leche, calentar y servir.
-Que esté templadita, por favor.
-Templadita está caballero.
-Y ya si me das sacarina, lo hacemos perfecto.
-Pues ya que hemos llegado hasta aquí, no lo vamos a estropear ¿no? –Sirvo la sacarina y objetivo conseguido.

A lo mejor éste no, que el “jodío” es simpático además de educado, pero otro café de las mismas características tendría que valer… ponle un cincuenta por ciento más. A lo mejor se inventaron por eso las propinas, para cuando hay un exceso de mano de obra. Joaquín pasa por delante con una tostada y un croissant, se le caen los cubiertos, da los buenos días al tipo del café light, se pone colorado y vuelve a por los cubiertos. El tipo me mira, pide la cuenta, paga y se va sin dejar propina. Deja antes de salir un agradable “gracias” y correcto “buenos días”, suficiente. El bar se queda vacío por primera vez en toda la mañana. Son las doce y cuarto.

El personal de tarde llega a la una, salvo la cocinera. Somos una fauna variadita por aquí. Dos camareras para el salón que se encargan de dar las comidas: Una joven que curra allí para sacarse unas pelas y comprarse un coche; otra mayor que no tiene más remedio que currar para llevar un plato de comida a su casa todos los días. Un pinche de cocina y una cocinera: El primero es un tipo con la misma edad que Joaquín y yo; la segunda una gorda que entra a trabajar a las diez y prepara los menús sin dirigirnos apenas la palabra. Cuando todos han llegado, sobre la una y veinte porque la camarera joven no debe de tener reloj, Joaquín y yo nos sentamos a comer rápidamente, engullimos un café con hielo para que las prisas no nos hiervan la lengua y de nuevo a la barra. El tiempo de los menús se pasa volando. A eso de las dos todos corremos de un lado para otro con diferentes niveles de eficiencia. A las cuatro todo ha terminado.
Hoy los menús han pasado sin pena ni gloria. No ha habido el trabajo que hubo el resto de la semana que llevo aquí, pero el tiempo ha corrido más o menos a la misma velocidad. Cuando acaba el turno de mañana voy a los vestuarios y me visto de calle, echo un vistazo y una nariz a la camisa. Aguanta otro día. Al salir Joaquín siempre está sentado en la barra pimplándose un güisqui solo y doble.

-Pues ya pasó otro día –dice, como siempre.
-Sí, mañana más y mejor. –También digo siempre lo mismo.
-¿Te hace una copa antes de ir a casa? –Esto es nuevo.
-No, gracias, otro día tal vez. Llevo algo de prisa –miento.
-Como quieras, yo es que necesito un ratito antes de atreverme a ir a casa.
-Otro día, de verdad. Hasta mañana –me despido en voz alta.
-Hasta mañana –responden descompasados Joaquín y las camareras.

Hoy tengo que pasarme por La Galbana, le dije a Damián que lo haría para contarle cómo es el nuevo curro. Durante un segundo he pensado en decirle a Joaquín que se viniese. Su imagen encorvado sobre la barra y sorbiendo con prisa su copa me quita la idea de la cabeza. Subo por los pelos al metro, ya sonaba el silbato. Menos mal, si no habría tenido que esperar tres minutos, o más. A estas horas los vagones van casi vacíos, así que me permito el lujo de leer. La semana que viene ya me habré terminado “La conjura de los necios”. Cuando el protagonista se dispone a soltar una de sus paridas, alzo la vista, falta una estación para llegar a mi casa. Otro día sin pasar por La Galbana. Luego llamo a Damián. No, mejor me paso ya mañana. Si le digo que llevo una semana saltándome la parada no me va a creer. Iré mañana, es lo mejor. Quisiera escribir algo esta tarde y, si llego pronto, me da tiempo también de pasar la aspiradora.

capítulo XV

“Puede usted empezar mañana”. La tan ansiada frase no me ha producido la alegría que cabía esperar, pero sí tengo una agradable sensación. El trayecto es un poco largo. No me importaría si no fuese porque es a las siete de la mañana cuando tengo que estar allí. Nunca me han resultado problemáticos los madrugones, es sólo que hace demasiado tiempo que no los uso. Para no variar juego a las vidas y escucho música oculto en mi cabeza gacha. Voy a la Galbana a contárselo a Damián, creo que se alegrará tanto o más que yo. Tendremos que vernos menos, aunque desde lo de mamá sólo nos hemos visto tres veces contando su productiva visita a mi piso. Pienso en cómo contar lo del trabajo y cierto nerviosismo, aliñado con la impaciencia habitual, me perturba un poco. Dejo de escuchar la música y centro los ojos en la proyección mental de la escena. Un súper abrazo, unas cuantas sonrisas y bromas derrochando amistad, unos alegres botijos y resistencia guerrillera para rechazar la invitación de Damián a celebrarlo por la noche. Tengo que hacerlo. Vaya… Mañana empiezo a currar.
El kiosco me pide un poco de atención, el impulso metódico de comprar el País y el Marca no ha desaparecido del todo. No es molesto. Continúo sin contar los pasos y las vistas de La Galbana tienen algo distinto, como si el hielo hubiese perdido al presidente de su club de fans. Es el toldo, creo que ha cambiado el toldo. Satisfecho con mi capacidad de observación y mi sublime perspicacia, subo los escalones y aparezco despampanante. Damián está solo, una mesa con viejos jugando al mus es el único atrezo de compañía. Asoma la cabeza por la puerta de la cocina y alza el brazo. Está preparando con agilidad unos aperitivos. La velocidad a la que los prepara da la sensación de aforo completo.

-Qué pasa, tío –dice sin bajar las revoluciones.
-Pues mira, aquí para que no se te olvide mi cara –respondo sin gracia.
-Eso está bien ¿Quieres uno de estos? –señalando los canapés en los que trabaja.
-No tío, gracias. ¿Pamela? ¿Comprando?
-Estoy solo. Lleva unos días sin venir, está pachucha la pequeña.
-¿Pero está muy mala?
-Un resfriado mal llevado, ya casi está bien.
-Pues me alegro de que no sea nada –verdaderamente he sentido alivio-. ¿Y el camarero, tío? ¿No te echa una mano?
-No puede venir por las mañanas. Hace un curso de no sé qué, o eso dice.
-Coño, a lo mejor es verdad. Haberme llamado.
-No puedo pagar a nadie más.
-¿Tanto va bajando la cosa?
-De culo y cuesta abajo. Este el primer mes que de verdad he tenido que hacer malabares con las cuentas para que salgan medio bien –responde resignado y la cara se le pone color agobio.
-No sabía que iba tan mal…
-Bueno… a otra cosa tú, que bastantes vueltas le doy a la cabeza para encima cebarme hablando. ¿Tú qué?
-¡Mañana empiezo a currar! –Los problemas de Damián desaparecen y tomo mi posición en el centro del universo.
-Muy bien, tío. Me alegro. ¿Dónde?
Joder ¿y mi abrazo? ¿y mi botellín helado? ¿y la lucha sin cuartel por evitar salir esta noche para terminar saliendo? ¿Y el puñetero centro del mundo, si estaba aquí hace un momento?
-En el centro comercial de las afueras. En un bar de allí, para ser exactos.
-Guay, me alegro.
-Ya sé que te alegras.
-Claro, tío. Somos amigos.
-Ya. Es que lo has dicho dos veces.
-¿El qué? –pregunta terminando la bandeja de canapés y dándome el que antes rechacé.
-Que te alegras –digo con la boca llena.
-Porque me alegro mucho –tuerce la sonrisa como siempre y pasa a la barra-. ¿Botijito?
-No, una Coca-Cola ponme.
-Uys, que “fisno” el currante ¿te la pongo Light? –me pregunta con recochineo.
-Ponla normal, podré soportarlo.

A un lado de mi extravagante consumición, Damián, al otro, yo. Escucha y hablo. La hora a la que entro, cómo fue la entrevista, cuánto pagan, qué tal es el sitio, cómo me siento, otra vez cuánto pagan… Los viejos del mus abandonan el bar en manada, no sólo juntos, también ruidosos como una huída. Damián me sigue escuchando con atención soberana. Es raro. No sé si lo lógico, pero sí lo normal, es que me escuche a trozos y sea efusivo. Hoy todo lo contrario. En intercambio de papeles en la actitud de Damián es desconcertante. Aún así tengo el placer de ser escuchado. Escucharme yo es algo que suelo agradecer, pero la sensación de un oyente aliado tampoco es precisamente desagradable.

-Así que ya ves, otra vez vuelvo a ser un miembro productivo de la sociedad –digo.
-Te lo cambio, te regalo el bar y me quedo con tu curro –bromea.
-No exageres, hombre. Verás que sólo es un bache, ya subirá.
-Eso espero. Te veo contento, te va a sentar bien volver a activarte.
-No sé si me sentará bien activarme, pero la pasta te aseguro que sí.

Un par de grupos entran en el bar y Damián deja de prestarme atención. Le sigo con la mirada y me invaden las ganas de trabajar. Es verdad que estoy contento. Mañana a estas horas seré yo el que esté sirviendo cervezas. Tengo que revisar mi lista de chascarrillos y frases hechas de camarero, no me gusta demasiado utilizarlas pero los clientes suelen recibirlas bien y eso se reproduce en propinas. El bote es algo muy importante para un camarero, confirma que el trabajo está bien hecho y ayuda a pagar los vicios. Es un secreto que no solemos confesar: la pasta del bote suele ser un fondo de juerga.
Termino de un trago la Coca-Cola que, aguada y sin una burbuja, ahora sí parece Light. Reviso los bolsillos comprobando que lo llevo todo conmigo y encuentro una memoria flash. Recuerdo que me la guardé en el bolsillo hace un par de días, he guardado en ella el poemario para imprimirlo. No sé qué narices voy a hacer con él, tal vez haga caso a Damián y lo empiece a mandar a editoriales. ¿Por qué no? Con un par, lo peor que me puede pasar es que me quede como estoy. Además, no tengo que andarme ya con tantos miramientos con la pasta. Dentro de poco volveré a cobrar un sueldo que no venga del Estado. Sí, lo imprimiré antes de llegar a casa, creo que de camino hay un sitio de estos que hacen fotocopias ¿una copisteria? No sé, cómo se llame. La copistería es un buen nombre para un garito. Voy a hacer cinco copias. Qué coño, diez copias, voy a mandarlo a todos los sitios que se me ocurran. Yo publicando un libro y con trabajo estable… no suena nada mal.

-¡Tronco! –llamo a Damián-, que me piro.
-¿Ya? –me responde desde el otro extremo de la barra, donde una rubia le pone ojitos y tontea descaradamente. Él se deja-. Bueno, pues pásate mañana, o llámame y me cuentas.
-Eso está hecho, seguramente me pase a la vuelta. Tengo que pasar por aquí de todas formas en el metro.
-Vale mariquita. Y ya nos tomaremos unas copillas para celebrarlo ¿no?
-Hecho también.
-Pues lo dicho, hasta mañana, tío –dice acercándose y rubricando con un abrazo.
-Ah, que muy chulo el toldo –digo finalizando el abrazo y sonriendo sin motivo aparente.
-¿Qué toldo ni qué toldo?
-¿No es nuevo el toldo?
-¿Nuevo? Pues estoy yo para tirar el dinero en gilipolleces. Estás tú bueno, vete a que te revisen la vista antes de empezar a currar, a ver si le vas a poner cerveza a los niños. –Se ríe y vuelve al extremo donde la rubia le espera.
-Adiós Damián.
-Venga. Se bueno.

Al salir alzo la vista y miro el toldo: “Cafetería-cervecería La Galbana” en letras con la tipografía hortera y un color amarillo chillón. Yo este toldo no lo había visto en mi vida. Me alejo en dirección al metro, vuelvo a mirar atrás. Sigo pensando que La Galbana tiene algo diferente. Compruebo otra vez que la memoria flash está en su sitio, la saco y la miro como si pudiese leer su contenido. Paso ante un escaparate que me devuelve un reflejo con cinco años menos. Voy a imprimir un poemario y mañana empiezo a currar. Qué vida ésta.

capítulo XIV

Cuando llegué papá estaba haciendo la maleta. En el salón sólo quedaba la tele. Justo en medio del solar de losas y gotelé. Había decidido ir a verle sin avisar, además después de tantos días ¿para qué llamar? Mejor en persona. Pensé que le daría una sorpresa yendo a verle y el sorprendido fui yo. La casa olía de otra manera, supongo que decenas de muebles y objetos y una persona menos son capaces de cambiarle el olor a cualquier lugar. Lo único que permanecía completo era la cocina. Inspeccioné los muebles. También la vajilla y demás utensilios estaban intactos. Femenina y útilmente ordenados. Bajo el frigorífico había un charco de agua, mamá siempre llenaba el suelo de trapos cuando lo descongelaba. Un par de veces al mes. Papá y yo eso nunca lo entendimos muy bien, así que supongo que él no tenía por qué cumplir con la norma de que el agua no tocase el piso. Saqué el cubo y la fregona y empecé a achicar aguas. Por un segundo me planteé hacerlo jugando a los náufragos, pero un golpe con la esquina de la repisa me quitó las ganas y papá vino a la cocina.

-¿Qué ha sido eso? –preguntó como si creyese en fantasmas.
-Esta repisa siempre ha estado mal puesta, me he hartado de decirlo. Casi me abro la cabeza, hostias.
-Si no te la abriste en años no te la vas a abrir ahora. Se te ha ido endureciendo.
-Ya, será hereditario, como la calvicie.
-Alopecia –corrigió mi padre.
-El caso es que te quedas sin pelo. Y ya sé que se dice alopecia.
-Tus tíos me han preparado la habitación en la que dormías tú de pequeño. –Cambiando de tema antes de que nos irritáramos por una tontería, cosa habitual.
-Todavía no me creo que prefieras irte al pueblo. –El agua del frigorífico no se acababa nunca.
-Allí estaré bien, hijo. Tus tíos han insistido mucho. Les echaré una mano en la fábrica y me sentiré útil. Además no sé qué pinto ya por aquí. Sólo soy un jubilado, si me quedo pronto tendría que buscarme una residencia.
-Supongo. Pero tienes una casa, te quedan muchos años valiéndote por ti mismo. Y luego ya se vería. Qué parece que te sientas un inválido.
-Víctor, yo no sé hacer nada. En pocos días no tendría ni ropa qué ponerme y no me voy a alimentar sólo de conservas.
-Te podría echar una mano –dije al cuello de mi camisa y papá hizo oídos sordos.

Me daba una pena enorme ver ese lugar vacío. La cocina amueblada y la tele nueva abandonada en el salón proporcionaban un toque tétrico. En cada lugar mi cabeza colocaba una fotografía en sepia colgada con una chincheta: aquí veía la tele, aquí hacía los deberes, aquí estaba la mesa bajo la que pegaba los mocos, aquí es donde la tía me cortaba siempre el pelo, aquí mamá me lavaba la cabeza con vinagre cuando tuve piojos, aquí me caí, robé, reí, me enfadé, guardaba los juguetes. Aquí. No quedaba nada en los armarios. La ropa de papá se había instalado en dos maletas medianas y la ropa y las cosas de mamá prefería no saber qué había pasado con ellas. También se había deshecho del colchón de matrimonio y de las fotos de la mesilla. Sólo dentro de mí había pruebas de que ese lugar fue mi casa.
El cartel naranja y negro de “se vende” era como un puñetazo en toda la boca. Pero sentía cierta tranquilidad por mis dientes, un piso tan viejo y en estos tiempos iba a ser muy jodido de vender. No es que vaya a hacer nada con la casa, ni siquiera tenía pensado volver a acercarme por allí pero, yo qué sé… Cuando papá agarró el cartel y me pidió que le ayudase a colgarlo en la terraza me di cuenta de algo. El teléfono que había indicado era mi número de móvil.
-Pero qué coño… Cómo pones mi número, estarás de coña.
-De coña nada. ¿Te crees que me voy a meter un viaje de seiscientos kilómetros cada vez que alguien pregunte por el piso?
-Joder, a mí qué me cuentas. Yo no quiero saber nada –recriminé dejando de ayudarle-. Que se encarguen los de la inmobiliaria.
-No hay ninguna inmobiliaria. Me ha costado mucho mantener esta casa y me cuesta mucho más desprenderme de ella. Ningún buitre se va a quedar con un solo duro.
-Ya estamos. A ti lo de siglo veintiuno no te dice absolutamente nada ¿verdad?
-Mira. Si no quieres pues ya me vendré yo como pueda. No pienso discutir contigo.
-Pues será la primera vez –dije en busca de sus cosquillas.
-Será. –Y comenzó a quitar los números de plástico del cartel.
-Vale, vale. Oye, lo siento. Lo haré.
-Para mí tampoco es fácil, hijo. Hay que hacer lo que hay que hacer. Te tengo dicho que un hombre hecho y derecho tiene…
-Por ahí no –le corté-, no me vengas con sermones papá. Si no hago lo que siempre me has dicho, si no soy como siempre has querido, no es porque no me acuerde de lo que para ti es un hombre hecho y derecho. No quiero y punto. Dejémoslo estar. ¿Cuándo te vas?
-Esta misma noche.

Me quedé con él hasta que mi tío vino a buscarle. Nos sentamos en el suelo y pasamos unas horas de incómoda pero necesaria conversación. Sabía que iba a echarle de menos. ¿Por qué? Apenas le veía una vez al mes y nuestra relación hacía mucho que no era la normal entre padre e hijo. Las cosas cambiaban de prisa. El mundo parecía despegar una y otra vez mientras yo me quedaba en tierra. Joder, hasta mi padre, un señor mayor con menos ambición que un percebe, se adaptaba, con cierta inteligencia, a las circunstancias.
Justo cuando me echaba en cara que no hubiese venido a verle antes y yo reprochaba no saber nada de su marcha, llamaron al telefonillo. Le ayudé a bajar las maletas y dije en secreto adiós a la casa. Mi tío me saludó y se despidió de una sola ráfaga. En pocos minutos el coche se alejaba de mí a la velocidad de la luz.


Llevo ya despierto un buen rato pero la cama no me suelta. En cuanto sea capaz de zafarme me daré una ducha y buscaré algo que pueda hacer para sentirme útil. No sé exactamente qué, pero desde luego quedarme tirado en la cama hasta el medio día no es lo que se dice una solución.

-Vaya, si estás despierto, te estaba esperando para preparar el desayuno.
-Cualquier cosa está bien. ¿Puedo usar tu baño? Necesito una ducha – digo después de recibir un beso.
-Claro, yo mientas prepararé algo –respondió y se fue medio desnuda a la cocina.

En el cuarto de baño todas las cosas de Germán están perfectamente ordenadas. La casa de Laura sí tiene la apariencia de un hogar. Supongo que en otros hogares también pasará lo mismo. En otro cuarto de baño también habrá un intruso utilizando espuma de afeitar y cuchillas que no son suyas. Alguien estará desayunando y jugando a las casitas justo antes de que la soledad le zarandee de vuelta a la realidad. En algún lugar habrá otro hombre mirándose a un espejo que lo refleja con desgana. Alguien al que su padre le haya repetido hasta la saciedad cómo ha de ser un hombre hecho y derecho.

capítulo XIII

Pelo largo, pies enormes, camiseta heavy de un grupo que desconozco y un libro de rol atentamente leído; echo de menos unas gafas de pasta. Un tipo corriente. Cabellera rubia y luminosa, falda dos tallas más pequeña, metal en los labios y las muñecas y mirada de poderlo todo y no intentar nada. Una joven del montón. Bolso del tamaño de un carrito de la compra, botines de oferta, pelo descuidado con las puntas quemadas y las raíces amenazando con decir la verdad. Una mujer aburrida. Este juego antes me divertía mucho más. Pronto me canso de adivinar vidas en las apariencias y me enchufo los cascos en las orejas. Oigo canciones aleatoriamente. Ninguna me cuenta nada. Parece que el vagón se agita mucho más en dirección contraria. El tipo de al lado ya me ha atizado un par de codazos, no es excesivamente molesto pero preferiría que no me tocase. La siguiente estación es muy céntrica, la mayoría de la gente se baja y el vagón reduce ampliamente su cuantía. En el otro sentido ocurre justamente lo contrario. Me gusta ser minoría. Me acerco a la puerta cuando aún faltan dos paradas, siempre me preparo con tiempo de sobra. Una última partida: miro a mi izquierda, facha hortera, culo grande… Conozco esos glúteos, es Laura. Me mira y alza las cejas, me recuerda su sonrisa y grita mi nombre. Me acerco a ella. Parece sorprendida de que sea yo quien camina. Dos golpes con las barras metálicas de los lados y estoy junto a ella. Inicio dos besos en la mejilla que interrumpe un pico pulcro y veloz en mis labios.

-Lo siento pero no tengo sal –dice con gracia iniciando el intercambio.
-Hola. –No tengo nada ingenioso que decir ni ganas de hacer el esfuerzo.
-No tienes muy buena cara.
-No la tengo nunca. ¿Qué tal?
-Vengo de acompañar a mi marido a la estación de tren. Se ha ido unos días a su pueblo, tiene a la madre pachuca.
-Ya. ¿Y qué tal? –insisto- tú, no su madre.
-Bien, bien. No creo que me vengan mal unos días sin obligaciones matrimoniales.
-La libertad gratis siempre es un regalo agradable –digo mirando a otro lado que no sea a sus pechos. Llevo demasiados segundos ahí.
-¿Vas para casa?
-Sí.

Apenas hablamos en el breve trayecto que resta. En nuestra parada ella baja primero. No iba a hacer alarde de caballerosidad pero ella tampoco lo ha permitido. Salimos de la estación y caminamos juntos hacia el destino. Habla sin parar sobre las cosas que ha hecho desde que no nos vemos, yo escucho con la atención justa. Me ha puesto al día de prácticamente todo a una velocidad alucinante y al volumen al que me tiene acostumbrado. El sonido me llega con retardo, camino junto a ella pero como medio metro detrás. Nunca uso el paralelo cuando camino con alguien. Casi nunca, mejor dicho. En la última parte de la, llamémosla, conversación mis oídos no le prestan ninguna atención. Laura efectúa un punto y a parte y reduce la velocidad hasta situarse a mi altura.

-Hace días que no te veo. ¿Estás a dieta?
-¿Cómo? –Si respondo con una pregunta es que me han sorprendido.
-No nos encontramos en la panadería. He ido variando mi hora para comprar el pan y no te veo –dice con timidez.
-No, no estoy a dieta.
-Bueno, en realidad ya lo suponía. Sólo quería preguntarte con delicadeza dónde te has metido. O sea, no es que me meta yo en tu vida, que no soy nadie, pero claro, me he extrañado un poco. De verte siempre a no saber nada de ti… No sé. Ya ves, tampoco me tienes que dar explicaciones, es sólo…
-Vale, vale. Que te entiendo perfectamente. Como me sigas dando explicaciones voy a pensar que me has echado de menos. –Esto debería haberlo dicho con una sonrisa, pero no he podido quitarme la cara de asco que tengo desde hace días y Laura se siente un poco cohibida-. Perdona, he sido un poco brusco.
-No pasa nada, está usted perdonado –y sus facciones vuelven a la normalidad.
-Vale, perdona de todas formas.
-¿Sabes?
-Pues no, no sé. –Esta vez si he logrado ser agradable.
-Estuve en tu casa un par de veces y no estabas.
-Ya, bueno, he tenido algunas complicaciones. Pero sólo he faltado un par de días, de hecho llevo bastante pasando casi todo el tiempo en casa.
-Si pensé en volver… Pero vi a una chica que entraba en tu piso con bolsas. Y usaba llaves. Así que…
-Aaaaaah, ya.
-¿Ya qué? –pregunta impaciente.
-Era mi ex novia.
-¿Era?
-No: es.
-¿Es qué?
-Es mi ex novia.
-¿Tu ex novia tiene llaves de tu casa y te hace la compra? No hace falta que me mientas chaval, que a mí no me debes nada. –Mi primera noción de enfado de Laura, temo que se ponga a gritar de pronto.
-Se ha muerto mi madre. Ha estado echándome una mano un par de días. –Ni puta idea de por qué le cuento algo que no quiero contar. Supongo que no me apetece enfadarla, o que no me conviene, o que soy demasiado empático con ella por algún motivo, o que no me viene mal un poco de lástima… O que soy tonto del culo.

Después de pedir perdón como trece veces, decirme cuánto lo siente, pedir perdón otra vez, volver a sentirlo y ofrecerse para cualquier cosa que necesite, llegamos al portal. Saco tabaco y le doy un cigarro. Fumamos apoyados en la puerta chupando el pitillo como si fuese el último. Creo que aún está en shock. Por más que he aceptado sus innecesarias disculpas y le he dado las gracias por sus reiterados pésames, parece no haber obtenido redención y metaboliza la nicotina con un nerviosismo extremo que me contagia. Fuma mirando al frente y mirándome de reojo. Creo que espera que diga algo. Qué coño voy a decir. Me alegro de conocer a tan poca gente, no necesito que cada día me recuerden lo sucedido, aunque sea con toda la buena intención del mundo. Las personas nos obcecamos en hacer de la buena intención un atenuante, pero lo cierto es que cuando algo duele, molesta, hace recordar o lo que sea, las intenciones no influyen en el resultado. Uno se duele, se enfada, recuerda o lo que sea del mismo modo. Un nuevo ejercicio de tristeza no es lo que necesito después de hablar con mi padre. He estado con él en casa, lo que era nuestra casa, y, aunque no ha sido algo traumático, no quiero, encima, tener que sentirme culpable por no haber gritado a los cuatro vientos que estoy jodido. Ahora, cuando la nicotina le haga efecto, volverá a sacar la conversación. Preguntará cómo ha sido, cómo estoy, qué pienso, por qué he estado encerrado en casa. Y que si mi ex novia por aquí, que si “lo que tienes que hacer” por allá…

-Uy. Veníamos charlando y me he olvidado de comprar el pan –dice apagando con saña el cigarro y llevando la contraria a mis pensamientos-. Voy a por él.
-Muy bien.
-¿No vienes?
-No. Lo mismo me pongo a dieta –y esbozo una sandía con mi boca.
-¿Quieres que cenemos juntos?
-Tampoco. Prefiero estar solo.
-Para cualquier cosa ya sabes donde estoy. Voy a estar sola varios días. –Habla Laura con la intención en verde.
-Vale.
Se va.
-Adiós –digo mientras se aleja.
Se sigue yendo.

Solo en casa, no la película sino mi estado, pienso en que este filete de pollo sabría mejor acompañado. Sé que Laura está al otro lado de la pared. Igual de sola pero seguro con otra comida más jugosa. Puede que hubiera tenido que aceptar su invitación a cenar. En breve estaré pensando en la conversación con papá y encontraré matices en los que no había caído antes. Recompondré la conversación en mi cabeza y encontraré también respuestas correctas con las que sustituir las que le he dado. Ni quiero pensar ni estoy concentrado para escribir y vaciar esta angustia nueva. Siento que necesito una decisión que odia los plazos cortos. Tengo que hacer algo ya, sacudirme la piel vieja e investigar hacia dónde deben mirar mis sesos.
Termino la comida y friego los platos, lo nunca visto. Saco el café del estante y busco la cafetera en el escurreplatos. Prenso el café y echo la mitad del agua recomendada. Quiero meterme un buen chute que me mantenga despierto, últimamente los sueños no son precisamente mis aliados. ¿Azúcar? ¿Dónde cojones he puesto el azúcar? Mierda, no tengo azúcar. Me debato entre el café más amargo del mundo y Laura. Unos segundos más tarde estoy pulsando el timbre de su puerta.

-¡Ey, vecino! ¿Has cambiado de idea? Voy a empezar a cenar ahora, estás a tiempo.
-No, pero gracias.
-¿Y entonces?
-Sólo necesito un poco de azúcar.

capítulo XII

Es la primera vez que Damián viene a casa. Es extraño verlo fuera de su hábitat. Me ha traído unas birras y un tupper con paella para una semana. Enviaré mi agradecimiento a Pamela y la paella a la basura. Tiene su mérito seguir haciéndola tan salada después de tanto tiempo. En mi piso Damián pierde su agilidad habitual. No sabe dónde ponerse, cómo mirar, ni qué decir. Las frases hechas y la política de bar se quedan en La Galbana. Sé cuánto le incomoda sentirse ajeno. Ha venido vestido de camarero. La camisa está llena de churretes y un bolígrafo senil asoma del bolsillo como si investigara el extraño lugar al que lo han llevado. Dejo en la nevera las cervezas, Damián se queda con una y la destapa con su propio abridor. Es como esos polis viejos de las películas, siempre va armado.

-¿Y la tuya? –pregunta.
-No me apetece, tío. –Saco una botellita de agua fría.
-¿Agua? ¿Es qué tienes sed o qué?
-Ja ja ja, sí, es un concepto nuevo. Pero te lo explico en otro momento. –Damián es un experto provocando sonrisas. Involuntariamente casi siempre.
-Pues vale –dice sin entender mi risa-. Oye ¿cómo estás? –pregunta a bajo volumen.
Ya me dio el pésame por teléfono. Al entierro no vino y no he sabido nada de él desde entonces. Nunca cierra el bar. No lo hizo cuando enfermó su padre, ni cuando Pamela dio a luz. Tampoco en navidad ni en ninguna otra fecha de esas a las que él llama chorradas.
-Estoy bien. Todo lo bien que se puede estar.
-Ya –asiente-.
-Después del entierro me rompí. Todavía estoy asimilando.
-Perdona que no…
-¡Venga ya, Damián! No pasa nada. Nos conocemos desde hace mucho. No me tienes que demostrar nada y menos disculparte.

Damián se alivia. Traía cierto miedo al reproche. Nunca le he reprochado nada, pero tampoco había sucedido algo parecido. Me alegra comprobar que no tengo la necesidad de eyacular mi rabia contra nadie. La verdad es que ni había pensado en él hasta hoy. Ha pasado una semana y no he pensado más que en mí y en Verónica los dos días que ha estado por aquí. Damián es una toma de contacto primaria con el exterior. Mierda, mi padre. Tengo que llamar a papá. Tengo mucho que hacer. La espalda comienza a soportar el peso de la realidad, me asustan un poco todas las obligaciones que me van viniendo a la cabeza. No me asusta afrontarlas sino la pereza que me producen.

-¿Qué has hecho estos días? –pregunta Damián rompiendo un silencio que no sabría cuantificar.
-Leer, me he leído tres libros –señalo con la vista tres ejemplares desordenados en la ex mesa del teléfono- y escribir bastante. En una semana habré terminado mi libro.
-¿Lo de los poemas, dices? –Damián nunca ha creído que fuese a terminar el libro. No le puedo culpar. Yo tampoco hubiera apostado un duro por mí.
-Lo que no sé es qué voy a hacer después. Si tuviera pelas lo publicaba.
-Mándalo a editoriales, lo mismo suena la flauta –dice el muy inocente.
-Claaaaaaro, cómo no se me había ocurrido antes. Voy a ponerme ya a pensar en qué gastar los beneficios.
-Vale, hombre, vale. Me doy por entendido.
-Perdona, hace ya varios días que la sutileza no es mi fuerte. –De hecho creo que ha cogido carrerilla y ha saltado por la terraza. Espero que se haya acordado del paracaídas.
-No pasa nada, ya sabes que para estas cosas no soy muy listo.
-¿Otra cervecita? –pregunto rechazando la actual conversación.
-Si te tomas una conmigo…
-Venga, hecho. –Lo cierto es que verle engullir la suya me ha producido una envidia tremenda.

En poco más de cuarenta minutos nos hemos terminado el pack de Mahou Cinco Estrellas. Ambos miramos en silencio la televisión. Un programa de esos en los que la gente estrella sus penas contra los televidentes sin escrúpulo alguno. El patetismo es bastante pegajoso, uno termina sintiendo lástima de sí mismo por encontrarse estampado en el sofá prestando atención a las cómicas tragedias de freaks y jubiladas. Al menos nos reímos. Esa risa sirve para sacudirse la caspa y fingir que no somos parte del teatro. Lo vemos para reírnos de ellos, se supone. Si una cámara nos enfocase a nosotros el bucle sería interminable.

-Lo de esta gente no tiene nombre ¿no tienen lavadora en casa? Hacen el ridículo llevando a la tele su colada –acierta Damián con ironía impropia de él.
-¿Cómo está tu “family”? –oso preguntar. Sé que no tiene ni puta gana de hablar de eso.
-Bien… Unos cabrones están hechos mis chavales, hacen lo que les da la gana.
-¿Y Pamela? –No entiendo muy bien este afán mío por trasladar el reality a mi salón; pero no puedo evitarlo.
-Como siempre. –Su cara se transforma en un puchero. Los ojos parecen dos orquillas sujetándole las facciones.
-¿Mal?
-Sólo conmigo. Ella está bien. Tío, sólo he venido a verte.
-Perdona.

El silencio vuelve a instaurarse entre nosotros. Damián ya parece sentirse a gusto. Se ha hecho con el control del mando a distancia y deambula por los canales de forma caótica. Yo hago lo propio con mis pensamientos, la cerveza trae a flote el malestar que parecía haberse ahogado en los primeros tragos. En mamá no pienso, la tengo ya instalada como inquilina en mi sesera. De ahí no se mueve. Caigo en que no he ido a la entrevista de trabajo, la primera en meses, en que no he tenido la puta delicadeza de llamar a mi padre, en los dos polvos lastimeros que me ha echado Verónica y en la excesiva calma que demuestro recluido en un piso en el que la mierda se empieza a amotinar a modo de pelusa. Pienso también en qué cojones voy a comer hasta que me vuelvan a ingresar las pelas del paro. Este mes ha estado lleno de excesos, por lo visto.

-Voy a irme ya. No quiero que el camarero esté mucho tiempo solo –dice poniéndose en pie y hurgándose uno de los bolsillos traseros del pantalón.
-Vale, yo debería limpiar un poco. Creo que las pelusas se empiezan a hacer fuertes bajo el sofá.
Damián saca un sobre amarillo de su pantalón. Juraría que las manchas del sobre tienen el mismo sabor que las de su camisa.
-Toma. Pronto es tu cumpleaños y no soy muy bueno con los regalos.
-¿Qué coño es esto? –Abro el sobre y trescientos euros se me posan en las pupilas-. No me jodas, tío. Ya haces bastante por mí…
-Es un puto regalo, joder. No seas tan orgulloso. No pienso venir todos los días a traerte paella. –Se ríe y me atiza una cariñosa colleja.
-Visto así voy a tener que aceptarlo. Si vuelves a traerme paella te echo de aquí a patadas.
-Le diré a Pamela que te ha encantado su detalle.
-No se te olvide –digo respondiendo a sus muecas humorísticas.

Como dos novios que no van a verse en unos días, nos abrazamos delante de la puerta. Él me dice que me cuide apretando con más fuerza en la parte final del abrazo. Yo le doy las gracias con palabras y reduzco de inmediato una lágrima que amenaza con darse a conocer.

-Pásate pronto por allí –me dice alejándose escalera abajo.
-Lo haré. Ese bar tuyo no puede mantenerse sin mi aportación, qué lo sé yo.
-Por eso lo digo, tengo que cuidar el negocio –y lanza un adiós que me llega rebotando.
-Adiós ¡Gracias!

Apago la televisión y pongo un disco de Jamiroquai. Rescato del armario de la cocina el cepillo y el recogedor. Pongo una lavadora. Aparto las botellas vacías de cerveza para el reciclaje. Hago una lista económica de la compra. Vuelvo a pensar en llamar a mi padre. Mañana, me dice una voz desganada y sin zapatos dentro de mi cabeza. Desembalo los trescientos euros y pongo mente en polvorosa hacía lo que debo hacer. No lo tengo muy claro pero parece renovarme una extraña energía. Mis células lo celebran. Descubro una camisa limpia y un pantalón que puede dar el pego. Decido olvidarme en casa el móvil y salgo. Hace meses que no doy un paseo porque sí. Al principio desconfío, pero mis pasos coordinan con fidelidad. El sol parece un huevo frito y descubro la temperatura como una guarnición perfecta. Y camino, hacia ninguna parte pero camino. A salvo y solo. Anónimo.

capítulo XI

La ambulancia llegó a tiempo a casa de mis padres, pero no al hospital. Todo lo que sé es que ella estaba preparando pescado, como todos los miércoles, cuando su corazón perdió los frenos. Papá me llamó desde el hospital. Un leve sollozo y dos frases como dos témpanos que me volvieron sobrio de una ostia: “Ven al hospital. Tu madre ha tenido un infarto”. No me maté por el camino porque su llamada desde la recepción de la clínica omitió el trágico dato final. Yo tampoco lo pensé. La única imagen que lograba enfocar era la de mi madre tumbada y cableada, un médico soltando tecnicismos y a mi padre clavándome la culpa expelida desde sus ojos. Pero la película era otra. Papá me abrazó como no lo hacía desde que era un niño y dejó en mi camiseta las lágrimas de toda una vida. Después de mirarme fijamente volvió a caer sobre mí, sentí en mi hombro el salado caudal que arriaba su alma. Creo que decidió llorar también por mí. Mis ojos estaban rojos y divididos en cientos de trizas, pero secos como el Kalahari.


Papá va en el asiento delantero. En la parte de atrás Verónica duerme y yo miro el paisaje. Los tópicos líricos me retumban en la cabeza. La ciudad es gris, el sol un oxidante… Metal, asfalto, fantasmas y gente mecanizada que parece reírse por dentro. Todo me produce un asco que el estómago demuestra retorciéndose. Los antebrazos se me tensan hasta doler y respiro una incomodidad espesa que mis pulmones intentan asimilar sin conseguirlo. Papá sólo ha hablado para dar la dirección al taxista; tampoco ha dicho nada durante el entierro. Ni siquiera ha podido llorar. Sus ojos son ahora de un transparente aterrador, parece que el llanto con el que ha regado estos dos últimos días se hubiera ido llevando poco a poco sus pupilas. Estamos a un par de calles del destino y no puedo contenerme más. Una arcada me atraviesa el tórax a velocidad de crucero y el quejido despierta a Verónica. Ordena al taxi que se detenga, abre la puerta con agilidad y me sostiene por la cintura mientras mis tripas se purifican con la desagradable estrategia del vómito.
La puerta del copiloto se abre.

-Déjeme aquí –dice mi padre al taxista y paga su parte del trayecto.
Verónica me acerca un clínex, mis manos no logran coordinarse y tiene que limpiarme ella la boca para que pueda dirigirme a mi padre.
-No puedo quedarme contigo, papá. No puedo subir a casa.
-Lo sé, descansa un poco. Ya hablaremos –responde haciendo una mueca cubista.
-¿Estarás bien?
- No.
-No puedo subir a casa…
Se acerca y me sostiene la cabeza con una dulzura que me hace temblar primero y relajarme después.
-Vete, duerme y no te preocupes por nada. Esta noche no va a ser fácil para ninguno. Pero yo al menos no necesito nada. –Me besa en la frente y se aleja despacio. Nunca le vi caminar con la cabeza tan cerca del suelo.

Los veinticinco minutos siguientes hasta mi piso pasan por mi cabeza como un instante minúsculo. Verónica no ha soltado mi mano en todo este tiempo. El taxímetro marca veintisiete euros que ella paga mientras me enciendo un cigarro en el portal. Sólo espero no cruzarme con nadie. Después de liquidar la deuda con en taxista viene hacía mí y me quita el cigarro, da dos caladas intensas y lo apaga.

-Fumas mucho –me recrimina con cariño-. ¿Quieres que me quede contigo esta noche?
-Tendrás cosas que hacer, no te preocupes. Sabré apañármelas.
-De nueva parada a experto parado: puedo y quiero quedarme contigo –dice elevando una mirada deslumbrantemente blanca.
-Gracias.
-Con una condición…
-No me jodas Vero.
-Tienes que comer algo o te va a dar un chungo. No voy a dejar que hoy también te alimentes a base de nicotina.
-Bueno… que ya veremos. No tengo ganas de tomar nada –respondí dando largas a la conversación. Ella tomó mi respuesta como un “sí” y subimos las escaleras. Ella delante con mis llaves en la mano.

Caí a plomo en el sofá y encendí la televisión. Ella cogió los abrigos y los colgó dentro del armario. Después de pasar el cepillo al salón y quitar el polvo a la mesa se fue a la cocina. Creo que también ha bajado el volumen de la tele. Ahora además de no estar mirándola tampoco puedo oírla. No todos mis sentidos están muertos, huelo lo que está cocinando aunque no lo sé identificar. El aroma me molesta, ni quiero comer nada ni estoy habituado a que cocinen para mí si no son Damián o mi madre quienes lo hacen. Mamá hacía estupendamente la paella y las albóndigas. Las albóndigas las acompañaba con una salsa de nata y trufas que nunca quise aprender a hacer. De alguna manera seguir dependiendo de ella en algún sentido me hacía sentirla más cerca. Puede que la última vez que la dejé tirada un domingo me hubiera preparado sus deliciosas albóndigas. Puede que le hubiese gustado que aprendiese a hacerlas y la invitara a ella y a papá a comer algún día. Puede que no supiera cuanto la quiero. Puede que no la haya querido lo suficiente nunca y le haya ido jodiendo el corazón poco a poco. Puede que papá no vuelva a querer saber nada de mí. Puede que me merezca ir quedándome solo hasta que ni yo mismo sea capaz de soportarme.
Poco a poco me voy quedando dormido sumergido en los pensamientos. De vez en cuando algún recuerdo intenta ahogarme y me despierto a respirar. Entonces huelo de nuevo a Verónica cocinando y el ciclo vuelve a empezar.
Por enésima vez me despierto sobresaltado. Del espasmo he golpeado la mesita que hay junto al sofá y el teléfono fijo se ha reventado contra el suelo. Siento que los ojos se me van encharcando como si de pronto la pena hubiera decidido inyectarse en ellos. La sal me recorre la cara carraspeando. Pronto las lágrimas comienzan a sufrir de gigantismo y obvian el trámite de las mejillas precipitándose sin intermediarios al abismo. Verónica ha debido oírlas gritar cuando saltaban y aparece agitada en el salón. Se sienta junto a mí y me besa rescatando con su boca todas las lágrimas posibles.

Tras dos horas llorando como un niño sin cumpleaños logro acallar los estrepitosos jadeos. Siento una especie de mascarilla que me cuartea el rostro. Me duele la cara al gesticular y descubro que los pulmones también pueden sentir agujetas. Verónica sujeta con dos dedos mi barbilla y consigue hacer que la mire a los ojos. Su cara tiene la misma mascarilla que la mía y aunque no puedo ver mis ojos, sé que los suyos son un reflejo exacto de los míos. Ahora soy yo quien la beso. Los labios nos crujen y la saliva y la sal han formado un líquido nuevo de sabor largo y seco.
Huele a quemado en la cocina. Verónica se levanta y da una patada al teléfono. Se agacha a recogerlo.

-Déjalo ahí –digo con una voz perezosa a la que le cuesta cruzar la barrera de mis dientes.
-¿Qué?
-Que lo dejes donde está. –Y arranco el cable de la pared
-¿Pero por qué?
-No creo que lo entendieras.
-Inténtalo –dijo volviéndose a sentar.
-Mi teléfono fijo ha decidido suicidarse.
Asiente con una sutil dosis de empatía, me deja una caricia en la espalda y se va a evitar que la cocina salga ardiendo.

Creo comprender lo último que mi padre me dijo. Vuelvo a pensar en mamá y no lloro. La veo sentada en su sillón de hacer punto preguntándome cómo estoy. Y con los ojos me dice que sabe cuánto la quiero. Me obliga a besarla tres veces en las mejillas como cuando era niño y me vacía en el oído, por última vez, su copla favorita: “Te quiero más que a mi vida…”

Verónica vuelve al salón con un trozo de carbón, que antes era carne, sobre el plato. Mi boca y la suya tienen una primicia. Parece ser que estamos a punto de compartir la primera sonrisa en los dos días más largos del mundo.

capítulo X

-¿Pero te la has tirado o no?
-Que sí “pesao”, ¿qué te acabo de decir? –contesto mientras se va a atender a un nuevo cliente.
-Pues muy bien, eso es lo que tienes que hacer –dice Damián desde el grifo de cerveza-. Oye, esta mañana trajiste el As en lugar del Marca. –Hablar con Damián es una montaña rusa de conversaciones.
-Otra vez… que sí Damián, que sí. Que el Marca estaba agotado coño. Tres veces van ya con esta.
-Bueno hombre, usted perdone –contesta y me da una pequeña colleja con cariño-. Es que esta mañana llegaste más tarde y a esa hora ya es jodido que queden periódicos.
-He estado en el paro y me vine para aquí en cuanto terminé.
-¡Es verdad! Tenías que ir al paro ¿Pero eso no era ayer? –Damián parece no hacer caso pero se queda con casi todo. Otra gran virtud para un camarero.
-Sí, pero me faltaba una cosa y he tenido que volver hoy.
-¡Qué novedad! –ríe y sirve una copa para mí y otra para él.
-Bueno pero ya está todo. La semana que viene tengo una entrevista de trabajo en un restaurante del polígono.
-Cojonudo entonces, por lo menos te han encontrado algo.
-Irá mucha más gente, sólo es una entrevista. Ya veremos si me llaman. ¿Qué güisqui me has puesto?
-White Label. ¿Cómo es en la cama?
-Depende de cuántos me tome…
-Tú vecina, imbécil –dice y bebe medio vaso de White Label de un trago.
-Ya lo sé. –Pongo su güisqui junto al mío, comparo-. Vaya ritmo que llevas, como sigas así te vas a ir moco a casa. Luego te echa la bronca Pamela y le dirás que es mi culpa.
-Que sí, que sí; ¿Qué como se lo monta tu vecina en la cama?
-Se llama Laura. No lo sé, pero en el sofá es una loba hambrienta -respondo con ese aire orgulloso que tenemos los hombres a la hora de hablar de nuestros trofeos.
-Dejarías el pabellón bien alto ¿no? –Se ríe como si supiese que le voy a mentir.
-Pues claro, chaval ¿con quién te crees que estás hablando? –Efectivamente miento. Miro a los ojos de Damián mientras hablo. Ha colado.

En diez minutos La Galbana se pone hasta arriba. Gente de todo tipo. Creo que la edad recomendada es desde los dieciocho hasta los noventa y nueve. Damián corre de un lado a otro con eficiencia, de vez en cuando me sonríe o bromea. No le gusta verme solo. El camarero al que he sustituido algunos lunes hace lo que puede. Me pone otra copa, se lo ha dicho Damián, y me apunta en su libreta. Muy avispado no es. Llevo meses viniendo aquí y nunca le he pagado. No sé qué datos le llevan a pensar que hoy va a ser distinto. Desde luego no será por los cuatro euros que llevo en el bolsillo y que estoy a punto de eliminar de mi haber comprando tabaco. Llevo un rato queriendo sacar un paquete de Fortuna, me lo impide la pereza de cruzar el bar reventado de personas. Por fin me armo de valor y atravieso el bar creando un pasillo a base de paciencia y codazos. Joder qué caro está el tabaco. Lo pienso cada vez que compro. Cada vez fumo más. Cuando vuelvo a mi rincón veo a Sergio.
Sergio es un tipo enorme a lo alto y a lo ancho. Tiene un par de años más que yo y cuando habla adopta la actitud de saberlo todo. No es mal tío, más de una vez hemos compartido una cerveza con Damián aquí, en La Carola y algún que otro sitio. Está con dos chicas, más jóvenes que nosotros. Enciendo el intermitente y me voy hacia él. A Damián no le gusta verme solo y Sergio está con mujeres. Dos pájaros de un tiro. Entre el güisqui y las imágenes de Laura que he recordado al hablar con Damián me he calentado un poco.

-¡Qué pasa tío! –rebuzna Sergio sin que aún haya llegado hasta él.
Llego y me abraza. No me sorprende, su borrachera huele desde la otra punta del bar. Pido al camarero que me acerque la copa que he dejado a medias. De cerca las dos chicas ganan, definitivamente me quedo aquí.
-Mira Víctor, te presento a Silvia y Ahinoa. Son dos buenas amigas mías –dice sonriendo de lado e intentando sin éxito guiñar un ojo-. Aquí donde le veis es escritor, por eso no tiene un duro –ríe con estruendo-. No pasa nada tío, hoy corre de mi cuenta todo. Ayer fue mi cumpleaños, lo estoy celebrando todavía. ¡Pon otra ronda! –grita y Damián escucha. Procedo a liquidar mi White Label de un trago. Viene otra ronda gratis y tengo que engancharme al ritmo. Las chicas beben ron con naranja. La más bajita está realmente buena y muestra más ebriedad que su amiga, a la que Sergio aprieta por la cintura. Parece que a ella no le molesta. Tal vez mañana con la resaca lo vea de otra manera.
-¿Qué tomas tú, tío? –me pregunta.
-Jack Daniels. –Ha dicho qué tomo, no qué estoy tomando.
-Joder con el escritor. Venga va, otro para mí. Aunque mezclar esto es pecado ¿sabes?
-No va a ser eso lo primero de la lista cuando vaya al infierno. El mío con Coca Cola.
Sergio se va a trompicones hacia la barra. No pongo la mano en el fuego por que las cuatro copas lleguen intactas. Me quedo a solas con las dos chicas. Rasco mi frente con nerviosismo y la sudoración me advierte de que debo tranquilizarme. Hago un esfuerzo por vocalizar y expeler una frase correctamente construida:

-¿También lleváis celebrando desde ayer? –Éxito, la frase es comprensible, aunque me he excedido con el volumen.
-Así que escritor ¿Qué escribes? –dice la bajita, a la que en su casa llaman Silvia.
-No, nos hemos encontrado con Sergio aquí hace un rato –responde la otra. Una gran virtud esa de responder a las preguntas.
-Ah, ya –mirando a Ahinoa-. No soy escritor –respondo a Silvia- soy camarero. Escribir es una afición como cualquier otra, no soy muy bueno.
-Buah. Bueno ¿pero qué escribes?
-Poesía. –Me empiezo a sentir incómodo.
-Anda – sonríe y se me acerca- recítame algo, poeta.
Sergio irrumpe como un hipopótamo cojo y nos separa de un empujón involuntario. Da sus copas de ron a las dos chicas. Desaparece haciendo ruido y vuelve con los dos Jack Daniels. También se ha pedido el suyo con Coca-Cola. Bebo de mi copa con la vista perdida. Intento que no conversen conmigo durante unos minutos. Necesito un respiro. No es difícil que no me presten atención. Sergio fantasmea a voces. Está contando una historia sobre cómo le partió los dientes a un tipo que andaba molestando a una amiga suya. Una escucha con atención y cierta admiración reprochable; la otra hace lo propio, pero por compromiso y sin admiración.

-Tío, vente para acá, Estás en las nubes joder. Vamos a brindar ¡Por las mujeres guapas! –Brindamos.- ¿Has visto que bien me sé acompañar? ¿A qué están buenas? –Ahinoa le da un codazo para que se calle y Silvia, que antes escuchaba con admiración, me mira y se sonroja.
-Sí, sí, están muy bien. Desde luego si te quejas por la compañía es que estás tonto. A no ser que te quejes de mí. –Él se ríe y Silvia bebe con timidez pequeños sorbos de ron. La otra mira la televisión y baila leve y arrítmicamente.
-No te creas –dice Sergio- con un par de estos hasta tú me gustas. Ándate con ojo.
Silvia ha vuelto a aproximarse. No me he dado cuenta hasta que me ha rozado su brazo. Damián me llama sosteniendo un aperitivo de patatas chip en una cestilla. Voy.

-Esa está hecha, tío. No seas tonto y quita esa cara de gilipollas que con nada que hagas esta noche triunfas. –Antes de que pueda responder suena un ruido de cristales. Damián huye a limpiar el estropicio y le regala su atención al borracho culpable de la reducción de vajilla.
-Gracias por el aperitivo, estás muy generoso. –Damián me ignora.
Vuelvo a Silvia. Los otros dos individuos tontean descaradamente. Se me caen las patatas. Suelto la cesta en una mesa mientras hago crujir el aperitivo con los pies. Tengo que romper el ridículo.

-Si quieres otro día quedamos y te leo algún poema. A lo mejor hasta termino escribiendo uno para ti. –Ha sonado tan cutre y cursi como si le hubiera regalado una rosa de un euro. Por suerte es más su instinto que su razón y se acerca más a mí. Los ojos se le han vuelto enormes. Los míos viajan a intervalos entre los suyos y el escote.
-Ahora nos vamos a ir a casa de Ahinoa ¿sabes? Sus padres no están y tenemos maría. Hemos comprado un par de botellas y vamos a estar allí toda la noche. –Su mano está en mi espalda. Yo no sé qué hacer con las mías. Enciendo un cigarro para mantenerlas ocupadas.
-Ah, bueno ¿pero os vais a quedar aquí un rato más?
-Me parece que no mucho. -¿Cómo es posible que esté más cerca cada vez que habla?
-Bueno, pues ya otro día…
-Vente con nosotros, poeta. A lo mejor te sorprendo y soy yo quien te escribe un poema a ti. –Me toca el culo, me da su copa y se marcha al servicio sin más palabras.

Tres Jack Daniels más tarde Silvia incrusta su lengua en mi campanilla. A Sergio sólo le falta quitarle la ropa a Ahinoa para que esto se convierta en una película porno casera y Damián, que tiene los ojos como si hubiera tomado el doble de copas que yo, nos mira partido de la risa. Por fin Sergio da la orden de retirada. Mis manos ya no necesitan el tabaco para entretenerse y todo está nublado. Ya no pienso en nada más que en follar. Estoy completamente integrado en el cuarteto. Apuramos los vasos. El alcohol no lo regalan. Al menos a ellos no.

-Venga, vamos a mí casa –chilla Ahinoa tambaleándose con Sergio de la mano.
Silvia hace lo propio conmigo.
-Nos lo vamos a pasar de muerte –me dice al oído y vuelve a explorarme la boca milimétricamente con su lengua.

Salimos de La Galbana sin despedirnos de Damián. El aire me entra de sopetón en los pulmones. Siento un enorme alivio y una gran inyección de energía. Me estiro la camiseta todo lo que puedo. Aunque sé que Silvia ya se ha fijado me da vergüenza no ser capaz de controlar mi erección.

-Vamos en mi coche –creo que ha dicho Sergio, apenas se le entiende.
La melodía hortera de mi móvil nos interrumpe.
-Uy uy uy ¿ya te están controlando? –dice una de las dos.
Nunca recibo llamadas a estas horas. Saco mi móvil. Consigo ponerlo del derecho. Enfoco la pantalla como puedo. Número privado.
-¿Diga?

capítulo IX

Le rogamos se presente en la oficina de empleo de su distrito el día tal del tal a las 12:00 horas. Preguntar por Paloma. Llevo la carta en la mano como prueba, no me fío de estos chacales. A las doce menos cuarto estoy preguntando por mi Paloma. El guarda me señala un cartel: El guardia no proporcionan información. Al lado otro cartel (un folio apaisado en verde fosforito): para solicitar información saque un número de la letra C y espere su turno. No he venido a comprar pescado. Le muestro la carta. La ojea, parece que sabe leer. Ah, para esto siéntate allí -señala una multitud- y espera a que te llamen, dice. No sólo sabe leer sino que habla. Hoy en día hay una gran profesionalidad. Espero que no le despidan por informarme. Me siento entre una señorita que creo polaca y una señora sudamericana. Tienen la misma carta en la mano. Casi todo el mundo está hablando, hay un jaleo estándar que ya me es muy familiar. Pierdo la vista hacia el frente, la poso sobre la mesa de quien creo es Paloma y agudizo mis poderes para que nadie me hable. No quiero tener La conversación. Esa de “toda la mañana perdida. No hay derecho. Se van a tomar café y nosotros esperando, etc…” En la primera fila hay una mujer con un carrito biplaza. Dos gemelos pelirrojos berrean y se propinan arañazos. Su madre, creo que es su madre, les manda estarse quietos con un halo de voz casi imperceptible. Si por alguna causa metafísica encontrara trabajo esta mujer ¿qué va a hacer con los niños? No creo que los haya traído por gusto. Bueno, si tuviese trabajo tal vez pudiera pagar a alguien que se encargara de ellos. ¿Y los abuelos? ¿No se podían haber quedado con ellos los abuelos? Me están poniendo la cabeza del revés. En mitad de mi disertación sobre la vida privada de la señora de la primera fila escucho una voz. Por el ángulo con el que llega a mi oído creo que habla conmigo.

-Hola – dice alguien alzando la voz sobre la niebla de ruido que me acolcha. Me giro con dificultad. Tiro al suelo sin querer la carta de la sudamericana. Me disculpo.
-¡Hola! –insiste la voz que ahora reconozco femenina. Encuentro a la propietaria entre dos cabezas alopécicas perdidas. Verónica.
-Vaya. Hola –correspondo con sorpresa.
-¿Qué haces aquí?
-Ya ves. Estaba entre venir aquí o ir al zoo, y al final… Es que me pilla más cerca. –El alopécico número uno me ha oído y ni puta gracia. La misma que le ha hecho a ella-. ¿Y tú?
-Que me han echado –responde con indignación.
-¿Y eso? Pensaba que estabas muy bien allí.
-Y lo estaba, pero parece ser que ellos no.
-Qué putada. ¿En estos casos se dice lo siento?
-Supongo.
-Pues lo siento entonces.
-No pasa nada –dice-, lo que me jode es que ha sido así, sin más, de buenas a primeras a la puta calle.
-Si es que no tiene corazón la gente –digo mientras el inevitable paralelismo me viene a la cabeza. Lo mismo hiciste tú conmigo pedazo de… Una mordaza me tapa la boca del pensamiento.
-Qué hijos de puta.
-Tú lo has dicho –mascullo y se me escapa una sonrisa.
-¿Qué?
-Que sí, que menudos hijos de puta –respondo poniéndome serio a la velocidad del rayo-. Entonces tú vienes para apuntarte a la prestación ¿no?
-Sí. ¿Y tú a sellar?
-No, es que he quedado con Paloma a las doce.
-¿Ein?
-Me han mandado una carta para que viniera hoy. Me tiene que atender una tal Paloma.
-Pues eso es que te van a proponer una oferta de trabajo.
-¿Tú crees? ¿Tanta mala suerte voy a tener? –bromeo sin éxito, otra vez.
-¡El 102! Ya me toca. Bueno, a ver si nos llamamos y tomamos un café o algo y nos ponemos al día. Ciao –dice mientras tropieza con el alopécico número dos y se dirige hacia la mesa de quien yo creía Paloma.
-Sí, seguro. –Espero que no haya sonado fuera igual que en mi cabeza porque era sarcasmo del corrosivo-. Adiós.

Son ya las doce y diez minutos. No me gusta la impuntualidad Paloma. En cuanto Verónica se ha ido he vuelto a mis tonterías. Buena señal. Lo corroboraré esta noche cuando la almohada no me clave su nombre en el pensamiento. Una mujer bastante guapa sale de detrás de uno de los paneles que separan las mesas. Lleva un papel en la mano. Mira hacía el redil donde me encuentro con el resto de reses y dice mi nombre. Estupendo, doble satisfacción. Por fin me toca y esta Paloma me gusta más que la anterior. Me acerco a ella con una estúpida sonrisa. Está seria, me señala la mesa 7 y me dice: es ahí. Al otro lado de la mesa una señora gorda y mayor con el pelo teñido. Algún amigo tendría que decirle que el rubio no es su color.

-Buenos días –digo educadamente, por la cuenta que me trae.
-Buenos días. Víctor Zambrano Molina ¿verdad? –responde agradable. Bien, eso me calma los nervios. Lo paso mal en estos sitios.
-Depende de para qué –digo para redimirme de las bromas erradas con Verónica. No hay redención. La teñida me mira seriamente-. Sí, Víctor Zambrano. Soy yo.
-Déjeme su DNI y el currículum, por favor. –Me perdona volviendo a usar la misma entonación agradable.
-El DNI sí, pero no he traído el currículum.
-¿Pero no sabe que hay que traerlo para la oferta de trabajo? –ofendida ella.
-No sé nada, en la carta no decía nada de oferta de trabajo, sólo que viniese a las doce. Y aquí estoy.
-¿Y no se lo han dicho por teléfono?
-¿También tenía que llamar?
-Le llaman a usted para confirmar la cita y decirle lo que es necesario.
-No me han llamado.
-Pues llamamos a todo el mundo para estos casos.
-Pues a mí no me han llamado, se lo aseguro.
-Ya. Pues no podemos hacer nada. Va a tener que venirse mañana con el currículum. Venga a la misma hora, como hoy.
-¿Sólo el currículum? No hará falta nada más... –Qué os conozco.
-Y el DNI.
-Ya, bueno, eso lo sé.
-Por si acaso. –Si no dice la última palabra se la lleva el demonio.
-Adiós. –Me responde a la despedida y me da un nombre para que lo haga pasar cuando salga. El colmo, trabajar gratis para el INEM. Me sitúo en frente de la marabunta. Enrojezco por completo y llamo al susodicho.

-¿Manuel Espinosa? -¿Y si no está? ¿Doy la vuelta y se lo digo a la teñida o me voy y que mi piel vuelva a tomar su tono pálido?
-¡Yo! –Se levanta un tío de más o menos mi edad. Menos mal.
-Es ahí. –Señalo igual que señaló para mí la Paloma impostora-. ¿Has traído el currículum?
-¿Qué? No. ¿Qué currículum?
-Pues hasta mañana entonces, Manuel. Qué te lo cuente ella. –Y me voy, con esa curiosa satisfacción de no ser el único “pringao”.

Las doce y veinticinco. Paro en el súper y directo a casa a ver pasar el día. Es martes. La Galbana está cerrada.