capítulo VI

Hace cinco meses que Verónica me dejó. Guardo todavía sus mensajes en el móvil, una fuerza superior me impide pulsar “eliminar”. Lo he intentado muchas veces. Mensajes matinales del tipo “feliz día”, nocturnos porque me echaba de menos, “te quieros” llenos de emoticonos para subrayar el sentimiento, etc…
Todo empezó así:

-Vente a vivir conmigo.
-¿Qué?.-Me miró con la boca llena. Comíamos, quiero decir.- ¿Cómo dices?
-Vivir juntos, digo que podríamos vivir juntos. Siempre te estás quejando de tus padres y suplicando independencia. Podemos compartir el alquiler, los gastos… bueno, todo eso. Ya sabes. -Y ahorrar en teléfono, pensé.
-Es una decisión muy importante, además no me lo había planteado. No puedo dar una respuesta de pronto. Tío, estábamos comiendo tan tranquilamente…
-Y tan tranquilamente podemos seguir comiendo. No te alteres. -Demasiado tarde, la bestia ya había despertado.
-Joder ¿cómo me vienes con estas ahora? Sabes que mi vida es muy complicada, que necesito libertad, no puedo poner mi vida a disposición de otra persona… -Siguió enumerando hasta la incoherencia.
-Estas discutiendo contigo misma Vero, ya hace bastante rato que deduje que la respuesta es no.
-Es que la respuesta no es no, es que no puedo. -No se lo creyó ni ella.
-Si es por la mudanza no problem, ya me tienes medio piso invadido. -Mal momento para bromear. Es una virtud que yo tengo.
-Pues me llevo mis cosas y te quedas tan a gusto. -Vaya una amenaza.
-¿Pero qué me estás contando? Deja de defenderte que parece que te quiero joder la vida, coño.
-No te empieces a hacer la víctima ¿eh? Que nos conocemos. –soltó.
Aquí ya sabía que blanco o negro iba a dar lo mismo. Esta estrategia de hacerse la víctima pero culpar por ello a la otra parte la conozco. Se utiliza para pelear. Pelear desvía el tema central. Una pelea de esas sin reconciliación horizontal. Y el tema central se acaba convirtiendo en tabú. ¡Victoria! No se volverá a hablar de ello. Una de las técnicas más efectivas para evitar algo sin necesidad de negarse. Pero ese día mis neuronas estaban a las órdenes de Atila.

-¿Entonces qué? -desenvainé.
-¿Qué de qué?
-¿Que cuál es la respuesta?
-¿Es que tú cuando hablo te desconectas o qué? –desenvainó.
-Vale. Vamos a hacer una cosa: yo te pregunto y tú me contestas afirmando o negando, no con otra pregunta. No sé dónde he leído que las conversaciones van más o menos de eso.
-Te pones insoportable cuando te comportas así.
-¿Cuándo me comporto como un ser racional?
-¿Quién está respondiendo ahora con preguntas? -Creyó que se iba a anotar un tanto.
-Tú. Me has dicho que me pongo insoportable, te he preguntado cuándo y tú has contestado de nuevo con interrogantes. Tú eres la que ha vuelto a responder con preguntas.
-Eres un imbécil. Vamos a dejarlo. -Se refería a la conversación, lo de abandonarme como a un perro fue más tarde.
-No, no vamos a dejarlo, vamos a empezarlo. ¿Te quieres venir a vivir conmigo? Opción A: sí, opción B: no. Ah, y no sabe/no contesta igual a no. ¿Quieres?
-No. -Menos mal que empezó a flaquear, casi no me quedaban fuerzas.
-Ea, pues ya está. No se ha muerto nadie porque me hayas dicho la verdad. -No iba a mojar esa noche, seguro, pero había ganado y sentía cierto orgullo patético.

Pasaron un par de semanas. Empezamos a vernos menos, supuestamente por trabajo. De buenas a primeras el trabajo le ocupaba más tiempo del habitual. Y se transformó en una estudiante que, calculé, pasaba cinco horas diarias en la biblioteca. Creo que desde Nueva Zelanda podían notar el olor a chamusquina. Sus sms ya no finalizaban con el caluroso “tqmmmmm” o el excitante “T ncsito”. Pasó directamente a un frío “Bss”. Eso es lo que le pongo yo a mi madre después de decirle que el domingo no podré ir a comer.
Hubo un par de polvos, eso sí, pero todos de cama. Pasaron a la historia el sofá y la ducha. Y no volvimos a pedir comida china. Esto último no sé exactamente por qué sucedió. Hoy todavía no sé interpretarlo, pero se ve que era algo superimportante si lo escogió como señal de la ola de frío que amenazaba el sur de mi cuerpo. Lo último fue cambiar las prioridades: cine en lugar de videoclub. Un jab de izquierdas directo a la mandíbula.

Un viernes resultó el día clave. Quedé en llamarla para preparar conjuntamente el programa del fin de semana:

-Hola -a secas, contestó.
-Hola cariño. -Un último esfuerzo por principios. Por esperanza.
-Tengo que hablar contigo.
-Supongo que eso no significa que se te ha ocurrido un plan cojonudo para esta noche.
-Déjame hablar, esto no es nada fácil.
-¿Que no es fácil? Me halagas. -Bendito sarcasmo-. Sorpréndeme. ¿Cuál ha sido tu elección?: necesitas tiempo para pensar, es por ti y no por mí, no me mereces…
-Ya no te quiero.
Dos lágrimas como dos copos de nieve en octubre. Me apresuré a disimularlas.
-¿Te has dado cuenta hoy al levantarte? ¿Así, sin más?
-Por favor…
-Vale, continúa. Si es que hay algo más, lo mismo te apetece regalarme una explicación.
-¿Recuerdas al día en que discutimos por lo de vivir juntos?
-Sí. Comías un filete de pollo. Y llevabas el vestido azul.
-Pues empecé a plantearme las cosas -lo de cosa iba por mí, digo yo- y me he dado cuenta de que no quiero vivir contigo ahora, ni nunca. Nunca te voy a poder dar lo que quieres. O lo que necesitas, no sé.
-Vaya…
-Perdóname, soy lo peor, creo que no soy capaz de amar... -Soltó un enorme discurso sobre lo malísima que es ella y lo estupendo que soy yo. Una media hora escupiendo dramas mientras yo aguantaba los salivazos.
-Pues… Si no tienes nada más que decirme ya está todo claro.
-No cuelgues, así no. No podemos quedarnos así.
-Claro que podemos, tú nos has puesto así. Lo tienes decidido y me parece bien.
-¿Bien?
-Bien –mentí.
-Pues nada entonces. Sólo adiós, supongo.
-Adiós. Que te vaya bonito -finalicé. Colgué y todas las lágrimas del mundo me erosionaron las mejillas hasta que casi las sentí resbalar por los huesos.
Rompí dos fotos, tiré su cepillo de dientes por la ventana y actualicé el iTunes . Todas las canciones tristes que puede soportar un hombre sin ser carne de psiquiátrico. Ninguna de Alex Ubago, que uno es libre de flagelarse cuanto quiera, pero con estilo. Dos días enteros en cama, tres noches completamente borracho. El lunes ya volví a parecer persona, caminaba erguido y todo eso. Mi cabeza propuso un contrato vinculante al olvido y mi cuerpo salió a patear la ciudad en busca de un curro fácil y bien remunerado.

Hoy, en paro y con la memoria en estado comatoso, he decidido borrar los mensajes: Bandeja de entrada-seleccionar todo-eliminar (el verbo más difícil de toda la primera conjugación). Espacio libre 21 kilobites. Ya me cabe un alma.

capítulo V

Suelo levantarme temprano. Aunque me haya acostado a las 4:00 de la mañana, lo que es bastante habitual. No hacer nada también requiere unos hábitos. Fumo un cigarro y caliento café. Desayunar llamo yo a eso. Visita de rigor al cuarto de baño y directo al ordenador. Compruebo mi correo. Me apunto a un par de ofertas de trabajo. Borro la publicidad (casi todos los mensajes). Respondo a los amigos que aún me aguantan, me preguntan cosas como: “¿Vienes mañana a un concierto de Jazz?”. Digo que no y me pongo a contar sílabas. Escribo un ridículo poema sobre las últimas nalgas visitadas, intento terminar otro que empecé hace un mes. Pongo un disco. Quique González, por ejemplo. Y termino dando vueltas por el Facebook sin pena ni gloria. No conozco a casi nadie ¿Quién coño es Azucena Leirado? Es guapa. Le escribo un mensaje al que no contestará. Dejavù.
Miro el reloj, casi las 11:30. Tres, dos, uno… Empiezo otra vez: tres, dos, uno… Suena el teléfono. Es mamá, siempre es mamá. Mi teléfono fijo se suicidaría si no fuese por mamá. Lo de siempre: “¿Has encontrado curro? ¿Te comiste la tortilla? ¿Has llamado a tus hermanos? Abrígate si sales que hace frío. Te quiero” Y se va hasta mañana. No me acordaba de la tortilla, hoy me ahorro cocinar. Me gusta cocinar, pero también no tener que hacerlo y que el tiempo corra libre por mi salón. He llamado a los del National Geografic para que documenten el acontecimiento. Han dicho que no, parece ser que no es algo extraordinario.
Salgo. Parada en el estanco. Un paquete de Fortuna y renovación del abono de transportes (los tiempos de Marlboro y gasolina permanecen en stand by). Cojo el metro hasta el bar. Reconozco las caras de diario y me escondo de ellas en el volumen del Ipod. Cinco paradas de camuflaje. Show must go on de banda sonora. Tres tramos de escaleras mecánicas. Setenta y siete pasos hasta el bar. En el cuarenta y cuatro paro en el kiosko: compro El Pais y el Marca. Llego, Damián saluda a través de los cristales. Los dos clientes más espabilados se me echan encima; el primero se hace con el Marca y el segundo se conforma con las noticias. Gruñe. En serio, los del National Geografic tendrían que hacerme caso.

-Buenas…
-¿Qué pasa mariquita? –Es muy cordial Damián-. ¿Botijo?
-Pues sí. ¿Has arreglado la cámara? Ayer estaban calientes.
-No estaban calientes.
-Bueno, pues poco fríos. No te mosquees.
-Pues eso. –Y me da un botellín helado. Ha arreglado la cámara.

Hablamos un rato. Desde ayer las novedades son pocas, pero hablamos. Hablar con Damián es fácil, es poco exigente y siempre me deja a medias. Si hay algo que no quiero contar remoloneo hasta que algún cliente pide otro azucarillo, que le caliente más la leche, le ponga una tostada… Vuelve y la conversación es otra. Dudo entre la falta de retentiva o el desinterés. Lo mismo da.

-Dos con diez –digo
-¿Qué?
-Joder, los periódicos. Siempre se te olvida.
-Lo que pasa es que tú siempre te acuerdas –ríe y paga.

Tiene la sonrisa torcida y los dientes igual pero en sentido contrario. Es su gesto más original y reincidente. Creo que la mayoría de sus jóvenes arrugas son víctimas de su sonrisa. Envejecer de risa. Es un buen plan.
Tres botellines y dos aperitivos más tarde me manda a comprar el pan y a por cambio. Dos hombres devoran las monedas frente a las tragaperras. El pan en la panadería, claro, y el cambio en el bar de en frente: La Carola. El dueño es amigo de Damián, exageradamente amigo siendo competencia. Me extraña y agrada. Suele tener cambio y siempre me invita a una cerveza.

-Dile que no sea tan perro, a ver si viene él a por el cambio que ya le vale –sobre Damián, dice. Por la media sonrisa que utiliza intuyo que está bromeando. No lo entiendo.
-Está liado, hay bastante gente –digo en un bar vacío.
-No sé cómo lo hace… -se le desintegra la sonrisa.
-Ni yo. Bueno, gracias por el cambio. Y por la birra.
-¡Díselo!
-Sí, sí, se lo digo. Adiós. –No se lo voy a decir.

Entrego el pan y el cambio. Bebo cerveza. Veo los videos musicales en la tele. Bebo cerveza. Fumo y bebo cerveza. El bar se llena de depredadores y festivales de cortejo. Tercer documental de la mañana. Entra Pamela con la compra. Dos besos y lo de siempre. Me obliga a tomarme otra cerveza antes de irme. Menos mal que me ha obligado, ni se me había ocurrido.
Me voy. Le he dicho a Damián que no volveré esta tarde. Se ha extrañado de que vaya a perderme el enésimo partido del siglo. Tengo un nuevo libro de Cohen y pienso leer lo que resta de día.

Panadería: ahora mi pan. Laura: aplaza de nuevo el café. Buzón: una carta del Ministerio de Trabajo. Mi piso: está hirviendo y huele a tabaco. Echo una meada, me lavo las manos y convierto la tortilla en un bocata de amplio espectro. Abro la última cerveza, no sabe igual que las del bar. Como y llevo el plato a la sala de espera de mi fregadero. Me derramo en el sofá. Y leo. Prefiero hacer esperar al ministro antes que al Sr. Cohen.

capítulo IV

Mis vecinos gritan. Gritan antes de comer, gritan haciendo la digestión, gritan cuando llueve, gritan cuando follan. Cualquier momento les viene bien para tensar las cuerdas vocales. No me acostumbro. No quiero dejar este piso, es grande y huele a mí. Ya lo he bautizado como mi piso. Vale que no era champán, pero una cerveza de importación alicatando la alfombra también cuenta. La alfombra es lo más caro. Efectivamente: un regalo. El resto ya estaba aquí cuando llegué. Creo que a mis muebles no les gusto. Ellos sí están acostumbrados a los gritos, lo sé porque nunca golpean la pared. Ya he dicho que me gusta mi piso, no quiero irme de mi piso.
Cada día gritan diferente, igual de alto pero diferente. No entiendo lo que dicen ellos y no entiendo lo que dice la tele. Me levanto a subir el volumen. ¿El mando? Prefiero levantarme, no uso el mando cuando me enfado. Dejo la barra casi al máximo, la voz de Shin Chan se distorsiona. Me gustan los dibujos. Me molesta el volumen tan alto, pero por lo menos esta molestia la elijo yo.
A él no le he visto nunca, con ella me cruzo siempre a las 14:30 p.m. comprando el pan. Yo vuelvo de la Galbana y ella va y vuelve de su casa. Tiene cara de grito. Al verla no puedo evitar pensar: zorra. Pelo revuelto (también de grito), cejas milimétricas, rímel en cantidades industriales y pintalabios rosa del Todo a un euro de la esquina. Me la imagino tirándose a ese pobre hombre, destrozándole los músculos y gritando algo así como: vamos cabronazo ¡préñame! En realidad lo último no es fruto de mi imaginación, lo grita todos los viernes. ¿Por qué follan los viernes?
Cuando pide su barra de pan “tostadita” no grita, sonríe y siempre lleva el importe exacto. Treinta y cinco céntimos. Treinta y cinco orgasmos es lo que a ti te hace falta, pienso. Cuando se gira siempre estoy ahí.

-Buenas tardes. Qué día tan bueno ¿verdad?
-Como ayer.
-Y como mañana, han dicho en la tele que seguirá el buen tiempo.
Y yo que sé lo que dice la tele si tú no paras de gritar. Esta vez no la llamo zorra.
-Ya, bueno, prefiero la lluvia.
-No puede llover al gusto de todos. –Se ríe.
Ni al de todos ni al de nadie, este fin de semana no llueve y punto.
-Hasta luego.
-Adiós.

“Una barra tostadita”, “préñame cabronazo”. Alguien que pasa así del diminutivo tímido y sonriente al superlativo orgásmico no puede ser trigo limpio. Pero está buena. Cuando se está tan buena se permiten esas cosas, es un claro ejemplo de corrupción blanca para los sentidos. La miro al salir del establecimiento, mueve el culo como si sintiera mis ojos. Adivino el tanga, con algún dibujo cursi en la parte delantera, las nalgas tiran de las costuras del pantalón. Tiene un culazo extremadamente visual. Me mira al cerrar la puerta, saluda agitando los dedos y me sonríe. Sabe que siempre le miro el culo.

-Hola. Dos barras. –Voy a congelar una.
-Setenta. –Me mira como a un pervertido.
Pago con un euro y dejo el cambio como propina. Soborno. Respeto a treinta céntimos, más barato que el pan.

Se les escucha desde la escalera. En el primero sólo voces, en el segundo se entienden los insultos, en el tercero me siento parte de la discusión. Ella debe de estar gritando con la barra de pan aún en la mano. Hace un momento sonreía y presumía de culo ante mis ojos llenos de manos virtuales sobre sus nalgas. Ahora grita armada con una barra de pan “tostadita”. De pronto silencio.
El timbre. Espío por la mirilla al improvisado invitado. Una barra de pan pegada a una señora.

-Perdona, olvidé comprar sal. ¿Tienes un poco?
-Eh… sí, sí tengo. Tengo mucha.
-¿Mucha? –Ríe, se embellece. –Me basta con un poco.
-¿Discutías por eso? –Lengua 1, cerebro 0.
-¿Qué?
-Ahora mismo, se oían gritos.
-Estas paredes son de cartón. –Silencio-. Discutía porque a Germán le gusta el pan muy blanco. A mí me da asco, blando y crudo. ¡Puag!

Supongo que cada cual tiene sus herramientas para la rutina. Estos dos individuos se tiran los trastos todos los días. Tema importante el de cocción del pan, sin duda. Busco la sal, es una de esas cosas que siempre pongo en un sitio diferente. Ella pasa al salón. Arrastra los pies por el parqué y los ojos por el mobiliario. Me da vergüenza. Se está haciendo una idea de mí, no importa cuál porque va a equivocarse, pero me irrita que piense en mí a través de mis cosas.

-¡Llevas aquí un año, ¿no?! –Grita, cómo no, desde el salón.
-¡Casi, diez meses y medio! –Enhorabuena, ya somos dos gritando. Esta mujer es contagiosa.
-Ah, muchas gracias. –La sal en una mano y el pan en otra-. Te debo una, cualquier cosa que necesites no tienes más que pedirla.
Pues vengo necesitando un polvo varios días. Inviable, sus gritos son el enemigo número uno de la discreción.
-Te tomo la palabra entonces.
-Me llamo Laura
Lo sé, lo he leído en el buzón.
-Encantado Laura. Tengo más sal si quieres. –Se ríe
-Lo sé, mucha sal… Mañana me olvido otra vez de comprar y me invitas a un café. Y traigo yo el azúcar. Así estamos en paz. –Se vuelve a poner preciosa, parece un invierno.
-Vale… ¿Hasta mañana? –Confirme por favor.
-Hasta mañana. –Confirmado-. Y gracias de nuevo.
-Gracias a ti. –Se va. Cierro muy despacio.

¿Gracias a ti? Daños colaterales de la hostelería. Vuelven a gritar. Y no sé si comer pasta o lentejas. Y hace un calor de muerte. Y no me apetece ducharme. Y se me cae la sal. Y es viernes.

capítulo III

Lleva sombrero de ala ancha. Tiene más de cien, dice. Siempre que le veo lleva el mismo: uno negro, polvoriento, con adornos alrededor de la copa. Cree que viste bien, que le respetan, que merece más de lo que tiene… Un perdedor. Simpático en pequeñas dosis.
Hoy no me ha saludado. No me ha visto. La última vez me pagó dos copas; puede que sí me haya visto. Dos chavales beben cerveza a su lado: uno pone a escondidas virutas de servilletas sobre el sombrero, el otro ríe agudamente mientras le pide que vuelva a contar la historia de su amigo el andaluz. Él lo hace. Se siente feliz al escucharse, el público es lo de menos. Pronto los dos muchachos crecen en impertinencia, Damián les llama la atención. Validez del rapapolvos: dos minutos aproximadamente. El hombre del sombrero huye al servicio. Se cruza conmigo.

-Hola poeta. Voy a mear.-Sonríe
-Hola ¿todo bien?.-Aumenta su sonrisa.

Sale con el sobrero en la mano, se coloca las cuatro canas que le quedan y vuelve a cubrirse la azotea. Se sube la bragueta. Muy delicado no es. Vuelve a detenerse a mi lado. No habla. Quiere librarse de aquellos dos pero no está para regates, necesita un buen extremo izquierdo. Eso puedo hacerlo.

-¿Has empezado ya tu novela? –le digo. Se sorprende al descubrir que el otro día le presté atención.
-Bueno. Verás, en realidad estoy con dos a la vez. –Mira al techo mientras habla.
-Genial. ¿Y de qué tratan? No debe de ser fácil alternar dos historias.
-No he decidido aún la temática, pero tengo el título de las dos. –Lo dice tan jodidamente convencido… Esta vez no me ha quedado otra que reírme. Él me mira. Sonríe también. Su sinceridad me incomoda, pero es soportable.-El título es lo más difícil.
-Así que sólo te queda lo más fácil. –Qué crack, pienso. Asiente y pide dos copas.
-Cerveza, estoy tomando cerveza. – No estoy yo para mezclas.
-Tú mismo.

Mira hacia el otro extremo del local. El de las servilletas y el otro ya se han ido. Sabe que he asistido al espectáculo. Comienza su explicación-excusa-estratagema para dejar las cosas claras:

“Son idiotas. La gente no se da cuenta de que soy un genio. ¿Sabes? Mi cerebro está doscientos años adelantado al de cualquiera. Llevo años investigando el universo. Algún día iré a la NASA y les deslumbraré con mis teorías, daré conferencias por todo el país. A ver quien tiene huevos de llevarme la contraria. Les diré: “ustedes, señores, no saben nada de nada”. Doscientos años, poeta. Doscientos”

Saca una tarjeta del bolsillo de la camisa. Bajo su nombre dice exactamente: Investigador del universo y filósofo. Continúa habándome:
“Unos no me escuchan. Otros se ríen. No les hago caso. Pero de vez en cuando alguien discute conmigo. Se enfadan. Claro, se enfadan porque digo la verdad. A ningún genio le entendieron en su época. ¿Sabes quién era Lorca? Bueno da igual; un genio, era un genio. El mejor poeta de todos los tiempos. Hay otros pero Lorca escribía como si fuera a vivir siempre.”
Antes de que me diese cuenta estaba declamando Las nanas de la cebolla. Casi todo el mundo nos mira. Caras de: ya está otra vez el “colgao” este. Luego me miran a mí, buscan complicidad. Lo llevan claro.

El genio sigue hablando. Se desahoga. Está borracho, la última copa se le ha subido por completo. Cada vez que abro la boca acelera sus palabras para callarme. Entiendo que no se ha quedado a mi lado para oír lo que tiene que decir otra persona que no le entiende. Escucho sus teorías durante casi una hora. No se me hace larga pero me duele la cabeza. Puede que tenga algo que ver que me he bebido unas diez cervezas.
Cuando termina vuelve a ponerse el sombrero. Acabo de darme cuenta de que se lo había quitado. Será que sólo se lo quita para las cosas importantes. Pide la cuenta. Protesta. Le parece caro. Mira el reloj y se baja del taburete con dificultad.

-Me voy, que si no ésta me va a matar. Siempre está con lo mismo. Es una puta. Encima no quiere chupármela; y eso que yo le doy gusto en todo. -Continúa dándome más datos de los deseables. Delicado no es, ya sé.
-Adiós. Cuídate.
-Ya me cuido. –Dice dándome la espalda. Abre la puerta murmurando y se va caminando a la salud de la letra “S”.

Es tarde. Va siendo hora de recogerse. Voy primero al baño. Me lavo las manos, hay un espejo sobre el lavabo. Miro mi despejada cabeza. Me paso la mano por las ideas. Pienso en cómo me sentaría un sombrero.

capítulo II

Vendrá a recogerme a las doce y diez. Me ducho y me visto informal, sin perfume. Aún me queda preparar un plan de huída. Hay tiempo. Es la cuarta o la quinta vez que quedo con una mujer que he conocido en Internet; es más fácil con las maduras. También más arriesgado. Esta vez no le he pedido fotos, se parecerá a las demás. Escribe como las demás.
Llego al lugar acordado, un golpe corto de claxon. Ahí está, Citroën Xara color granate. Subo al coche con decisión, me examina de un vistazo rápido. Creo que ha pensado “te estás quedando calvo”. No me preocupa. Ella es algo más gorda de lo que esperaba.

-Hola.-Le da un ataque de tos y repite el saludo.
-Hola Sonya.
-Miriam.-Replica algo molesta.
-Lo sé.-Prefiero llamarla por el nickname. Encariñarme no es lo que tengo previsto, así que mejor mostrar mi armamento de defensa desde el principio.

Durante el trayecto conversamos brevemente. Palabras de tanteo. Ella coge confianza más o menos rápido y me explica lo complicado que ha sido su día. Me importa lo justo. Con los pies he notado dos botellas de cristal bajo mi asiento. “Lo pasaremos bien” me ha dicho al oírlas chocar. Bajo la ventanilla y me deshago del plan de huída.
Es un apartamento pequeño, bonito como espacio pero decorado con todo el mal gusto posible. Me siento en el sofá. Sale de la cocina con una copa en cada mano, de un trago bebo la mitad. Termino rápido mi güisqui. Quiero ir a servirme otra copa pero no deja de hablar. Aprovecho una breve pausa y me levanto con el vaso. Apura su ron-cola y me pide que le sirva otro también a ella. Acepto a regañadientes.
He ido al baño unas diez veces. Todas ellas me he quedado mirando ¡una lavadora! ¿Eso no va en la cocina? Pues sí, va en la cocina. Al menos en las cocinas que suelo visitar. Me planteo si sólo conozco casas mal diseñadas o esta tipa es una excéntrica. Va a ser lo primero. Si es que tiene sentido. La ropa me la quito cuando está sucia, cuando estoy sucio me ducho, la ropa me la quito en el baño… Pues ya está, la lavadora en el baño. Lúcido arquitecto. Es una pena el tapiz de leopardo de los sofás; la lavadora pierde su glamour. ¿Qué decía? Ah, sí: meo y vuelvo al salón, vuelvo a mear y vuelvo a volver al salón. Diez meadas y diez regresos. Diez palabras por segundo en esa boca que no calla aunque yo piense en lavadoras.

La botella de ron está a dos vasos de su final, también la de güisqui. La última vez que miré el reloj eran las seis. Parece que empieza a agostársele la conversación.

-Va siendo hora de pensar en la cama.-Se ha dado cuenta de que llevo un rato pensándolo.
-Creo que sí. Estoy borracha.
-¿Dónde duermo yo? ¿Cama o sofá?
-Puedes hacer lo que quieras, hay confianza.-Qué confianza ni que ocho cuartos. No sabemos nada el uno del otro, a pesar de que me ha contado toda su vida.
-Entonces prefiero cama.

Se desnuda por completo antes de acostarse. A esto debía de referirse al hablar de confianza. Apago la luz. Me siento más cómodo así. Se apresura a apretarme contra ella. Me besa profundamente mientras sus manos se aseguran de que lo tengo todo en su sitio. Cuando tiene todas las pruebas en su tacto la acción se vuelve más violenta y precisa. Tiene el control. Lo prefiero.
No se ha quedado satisfecha hasta las nueve. Se acomoda en mi pecho y se duerme. Ronca. En cualquier otro momento no podría conciliar el sueño, pero el alcohol y el cansancio saben cómo hacer su trabajo. Estoy vacío.

capítulo I

La Galbana es el bar de Damián, un bar grande, menos grande que cómodo, y mantiene los botellines a un Euro. Vengo en horas muertas, cuando no corro el riesgo de que otros clientes me reconozcan. Damián me sirve una cerveza tras otra, y en cada atención me alimenta a base de fritanga. Sabe que no tengo donde caerme muerto desde que perdí trabajo y novia por ese orden. Nunca pago. Hemos llegado a un acuerdo sin contrato: yo limpio las mesas, hago los recados… y él me “cervecea” hasta que no me cabe ni un centilitro. Somos más amigos que nunca.

Llevo aquí casi dos horas con todos sus segundos (los normales y los irrelevantes) y he contado ciento veintidós clientes. Puedo adivinar lo que toman con sólo mirarles a los ojos: café, Castellana sin hielo, jarra muy fría, cubata matinal… Llevan la debilidad en la mirada. Ellos podrían jugar a lo mismo conmigo. Nadie me mira. Entran dos conocidos –calculé mal- y me toca rascarme el bolsillo. Solidaridad alcohólica. Cinco euros y dos cigarros menos; me acaban de joder el día. Damián bromea. No tiene gracia.
Por fin llega Pamela –su mujer (o así la llama él)- y me da un par de gloriosos besos que me dejan acomplejadas las mejillas. Hay veces, las menos, que sólo vengo aquí para verla. Ahora es morena y mantiene sus curvas perfectamente señalizadas después del tercer hijo. Creo que siente cierta lástima por mí, lástima sincera con la que logra esquivar mi parte más lasciva. Así está bien. Es todo lo que espero. Otro contrato sin letra pequeña.
Me ha puesto un plato de arroz repugnante, salado y caldoso. No me gusta pero no dejo ni un grano. “Qué tal” pregunta, “buenísima, como siempre”. Se enfada, odia que le mientan. Damián ríe por segunda vez. Vuelve a no hacerme gracia. Hoy no es nuestro día, suerte que la cerveza sigue siendo gratis.

Son las dos en punto. Tengo que irme. Este reloj del demonio es puntual como un orgasmo. Mañana volveré y le diré a Pamela que sus aperitivos son intragables. A no ser que decida disfrazarse con la blusa verde, no soy de fiar cuando pierdo el enfoque.