capítulo XIX

Hace siglos que no movía el coche. Ha arrancado, buen chico. Como un niño con chapines nuevos, y rojos ya que puedo elegir, escojo el camino más largo. Ir a la editorial en metro tiene su toque bohemio, pero esto es mejor, mucho mejor. Los juegos en el coche son muy diferentes a los de los vagones. Para empezar la música está a todo trapo y berreo intentando cantar. Tiene que ser pelín más que desagradable el sonido. Sin embargo voy solo y tengo la gran virtud de que a mí mismo no me molesto. Hasta he pasado por el túnel de lavado, me ha parecido oír cómo mi viejo Ford me daba las gracias. Ambos vamos relucientes, los faros de mi coche siempre me ha parecido que sonríen, hoy le acompaño en complicidad. Los coches tienen cara, al menos a mí me lo parece. De chico siempre que viajaba por carretera los iba identificando. Mis favoritos eran los Peugeot, que tienen cara como de enfadados, sus faros llevan el ceño fruncido. Ahora los Peugeots no me gustan nada. Juego también a los retrovisores: si el coche de atrás lo conduce una mujer guapa, me gusta pensar que me observa. Me enciendo un cigarrito, pongo mis caretos más interesantes e intento seducirla con mis mejores poses. Suele ocurrir que al poco tiempo enciendan el intermitente y me peguen una pasada digna de Montmeló. Si la misma chica está delante, cambio los papeles y listo. La observo y me dejo seducir por ella; cada vez que mira el espejo es porque me está buscando, y sus gestos no son casuales. Quiere mostrarse, que la siga mirando. Adora que esté detrás de ella dejándome entusiasmar por sus miradas de retrovisor. Aquí lo que suele pasar es que otro vehículo me robe la posición y se deje mirar por otro. Peor para ella. Soy un voyeur excepcional. Se puede saber mucho de una persona por el coche conduce. Mentira, no es cierto en absoluto. Aunque reconozco que se han dado casos. El mío es blanco, con el parachoques y los bajos en negro y una antena partida en el capó. Mi coche es camarero: camisa blanca, pantalón y zapatos negros y un Bic mordisqueado en el bolsillo.

¿Cómo es el edificio de una editorial? Pues el de esta, feo como él solo. Mi Scort entra ruidoso y sonriente ante la atenta mirada de Audis y Mercedes. Es lo habitual, que los ejecutivos miren al camarero. Aparco en la mismísima puerta. En la entrada, tras una pequeña mesa similar a un pupitre, Marta hojea y ojea documentos hasta que se percata de mi presencia.

-Has venido, Víctor, qué bien –dice con cierto entusiasmo.
-Hola. Claro ¿cómo no iba a venir?
-Los artistas sois muy raros –guiña y me enseña todos los dientes.
-Yo no soy un artista.
-Tienes talento. Aunque no soy yo quien tiene que decírtelo.
-¿Tú padre?
-Tampoco, él no está aquí ahora. Hablarás con quien se encarga de los autores noveles.
-Vale.
-Pasa por aquí –dice dándome la espalda y comenzando a caminar.

Por dentro el lugar parece mucho más pequeño. Además no sé de quién narices son los coches del Parking. Pasamos un estrecho pasillo lleno de libros enmarcados. No conozco a ninguno de los autores. Subimos una pequeña escalera y llegamos a una enorme puerta corredera de color azul. Los nervios me encojen el estómago.

-Oye ¿al final qué vais a hacer con lo del piso? –Intento relajarme.
-Bueno, Luis iba a hablar hoy con tu padre. Supongo que no habrá ningún problema, estamos encantados.
-¿Aún no habéis llamado a mi padre? –me extraño.
-Sí, sí que habíamos hablado ya con él. Pero hasta hoy no han podido quedar.
-¿Quedar?
-Sí, vamos, eso me ha dicho Luis, que esta tarde se vería con tu padre para intentar cerrarlo todo.
-Ah. –No tenía la más remota idea de que mi padre andaba por aquí. ¿Por qué no me habrá avisado? ¿Llevará varios días aquí? ¿Dónde mierda se quedará a dormir?
-¡Víctor! –Marta ha abierto la puerta y me invita a pasar primero. Entro.

El despacho es gigante. Al fondo hay una mesa acorde al espacio y con pinta de cara. Alrededor todo son estanterías llenas de libros. Nada sorprendente teniendo en cuenta que estoy en una editorial. Tras la mesa un señor gordo con un espeso bigote alza la vista y sonríe. Es una sonrisa de esas comerciales. Por un momento he pensado que va a proponerme cambiar de compañía telefónica o venderme una cubertería.

-Con permiso, Diego –dice Marta- este es Víctor.
-Ajá, el famoso Víctor. –Se levanta y viene hacia mí con la sonrisa multiplicada. Ahora parece que lo que me va a vender es un coche-. Te esperaba un poco más tarde, te has adelantado. Pero está bien, hoy no tengo mucho trabajo.
-Encantado –nos damos la mano.
-Gracias Marta –y Marta se va por donde ha venido.
-Disculpe que haya llegado tan pronto, pensé que habría más tráfico –le digo con los nervios aún activos.
-No te preocupes, me viene perfecto. Siéntate, por favor. A ver, eres camarero y este es tu primer libro. Nunca antes has publicado nada ¿me equivoco?
-En nada.
-Un camarero poeta ¡qué cosas! Vosotros salís de cualquier lado, los poetas, digo. No te lo tomes a mal, eh.
-No me lo tomo a mal, no ha dicho ninguna mentira. Aunque no sé de dónde salen los poetas, la verdad –digo y él se ríe consciente de que no tengo ni idea de qué va esto.
-Vamos a ir al grano, si te parece. Nosotros lo que hacemos es lo siguiente: podemos hacer una tirada de quinientos ejemplares o de trecientos, lo que tú prefieras. En el primer caso tendrías que comprarnos doscientos y en el segundo cien. Así nosotros…
-Perdone, perdone… un segundo… Diego ¿verdad? Tenía yo entendido que el autor lo que hace es vender su libro, no comprarlo. –Qué coño me está contando.
-Frena un poco, verás no es tan fácil. Estamos hablando de poesía, la editorial no se pilla los dedos. Tú pagas los gastos, pero recibes los libros equivalentes. Luego de las ventas te llevas un porcentaje. Así es como se hace.
-¿Le importaría hablarme en dinero?
-Dos mil o mil euros según la tirada –dice revolviendo en los papeles como quitándole importancia al pastizal que acaba de mencionar.
-Pero… yo no tengo ese dinero. Oiga ¿se ha leído el libro?
-El libro es bueno, está muy bien. Lo he leído casi todo. –Casi todo, dice; la madre que lo trajo-. Habría que cambiar un par de cosillas, el título por ejemplo y revisar algún poema. Poca cosa.
-¿Poca cosa? Permítame que haga un resumen, a ver si me enterado bien: Tengo que modificar cosas, para empezar el título y pagarles los gastos de la tirada que vayan a hacer ¿es así?
-Lo has entendido perfectamente –dice con esa condescendencia que suele resultar humillante.
-Perfecto. Podría, si quiere, también, venirme aquí en mi tiempo libre y lo imprimo yo mismo.
-Tienes que entender que eres un desconocido, el talento no significa nada. Económicamente, me refiero.
-El dinero es lo que no significa nada. Si lo tuviera, me refiero –respondo remedando con bastante mala leche.
-No se ponga así, hombre. Comprobarás que es así como esto funciona. No sólo nosotros, en cualquier otro sitio le van a decir lo mismo. –Que de pronto me empiece a llamar de usted no me hace ninguna gracia.
-No me interesa. Mire, yo sé que no voy a vivir de esto, tampoco es mi pretensión. Mi trabajo me da de comer, pero lo que no pienso es poner un duro.
-Si lo tiene usted tan claro, no tenemos más de lo que hablar –dice levantándose y ofreciéndome su mano. La acepto y me voy solo hacia la puerta. –Si cambia de opinión, vuelva a ponerse en contacto con nosotros. Tal vez cuando lo piense despacio…
-Hasta luego, y muchas gracias –liquido la conversación y me voy.

Marta no está en su sitio. Es un alivio no tener que contarle lo desastroso de la reunión. Salgo y el sol me atiza un bofetón en plena cara. Acelero deslumbrado para que Marta no pueda aparecer y preguntarme. Si quiere saber algo que le pregunte al vendedor ese. Dos mil euros, tócate los huevos. Dos meses de curro. Dos meses de curro en el caso de que deje de comer, beber, etc.
Llego a mi coche, le devuelvo la sonrisa. Al lado han aparcado una moto de gran cilindrada. Una exactamente igual que la que acaban de intentar venderme.

capítulo XVIII

Enseñar la casa. Manda narices salir de currar y tener que ir a enseñar la casa. Sé de lo necesario de venderla, papá no quiere vivir allí y yo tampoco. Aún así no quiero hacerlo. Por lo menos podían haber elegido otra hora. Voy lleno de churretes de café, disfrazado de ser productivo y oliendo todavía al último carajillo que he servido. El carajillo es el talón de Aquiles de los borrachos. Si uno no es alcohólico pide su carajillo en condiciones, se quema bien el alcohol, cáscara de limón, unos granitos de café… Al borracho le basta con un buen chorro de güisqui o coñac, que suele acompañar con un chupito a parte. A veces el chupito también acaba en el café. Joaquín lo llama un güisqui cortado. Joaquín sabe mucho de estas cosas sin ser un buen profesional. Le van a hacer la ola en Alcohólicos Anónimos cuando vaya.
Se supone que conozco a la pareja a la que voy a enseñar el piso. A él para ser exactos. “¿Te acuerdas de los vecinos? Sí, hombre: Teresa y Alberto. Pues su hijo, se casa y quieren vivir allí. Cuando eras pequeño jugabas con él. ¿No te acuerdas? Joder, el Luis”. De lo que me acuerdo es de un gilipollas que venía a casa y me quitaba los juguetes. Mi padre tiene su propia versión de los hechos, consistente en que siempre he sido muy egoísta y por eso el tal Luis se veía obligado a quitarmelos. Obligado, dice. Pues nada, quede absuelto el gilipollas y que me lleven a mí a juicio por egoísta. Algo me dice que no voy a realizar muy bien mi labor de vendedor, llamadme perspicaz.
Llego cinco minutos antes. Adoro mi puntualidad, odio la de los demás. Él va vestido para la ocasión: Un jersey de cuello de pico (con su cocodrilo y todo) y vaqueros de esos que sólo existen porque son de marca. Ella es normal y viste igual de normal. Él marca su territorio amoldando sus brazos a los hombros de ella. Dos piezas perfectas del puzzle de lo incomprensible.

-Hola, eres Víctor ¿no? –se apresura a preguntar.
-El mismo. ¿Y tú eras…?
-Luis, creí que tu padre iba a hablar contigo.
-Por eso estoy aquí, porque he hablado con él, es que no me acordaba de tu nombre. –Le doy dos besos a ella y me presento. Se llama Marta.
-Vamos a casarnos. –dice Luis. He visto a perros marcar su territorio con menos ansia.
-Ya, me lo ha dicho mi padre, de eso sí que me acuerdo. Oye, pensaba yo: ¿cómo que quieres ver la casa? Es decir, ya sabes como es y eso –disparo.
-Es para que la vea Marta. Estas cosas hay que decidirlas entre dos, ya sabes. –La mira y le da el beso más empalagoso posible.
-Pues no, no lo sé. Pero te creo, eh. Conste en acta. –Ella ríe y él le sigue el juego.

Entramos en el portal. Ellos suben primero. No estoy de acuerdo, debería ser yo quien vaya delante. Al fin y al cabo sigue siendo mi casa; o la de mis padres, o la de mi padre… En cualquier caso aún es más mía que suya. Pero bueno, lo mismo me estoy excitando demasiado. A echarle paciencia. Suben muy despacio y casi en paralelo. Ella echa la vista atrás como asegurándose de que sigo ahí. Aclaro que no consiste en ningún tipo de tensión sexual, más bien no se fía de que les esté escuchando; yo creo que hasta teme que desaparezca. El Luis este habla mientras avanza, cada vez más lento. Le presto la mitad de mi atención, el resto de la misma está a sus cosas. Me recuerda incidencias de cuando éramos pequeños como las quedadas de nuestros padres para ver el fútbol y no sé qué sobre nosotros: Que si nos metíamos al cuarto a jugar a súper héroes, que si éramos muy buenos amigos, que si se acuerda de esto, y de lo otro y de lo otro… Coño, a ver si al final va a resultar que tengo una deuda de amistad con este personaje. Uys, qué yuyu. Al llegar al piso tienen la amabilidad de dejarme abrir la puerta. Mentiría si no digo que pensaba que me iba a pedir las llaves para abrir él. Se ve que sabe diferenciar entre visita y mudanza. Entramos.

Aún quedan algunas cosas: El espejo tamaño elefante del salón, un par de estanterías en las que nunca hubo libros, el paragüero de hojalata de la entrada y algunas otras cosas sin más importancia que cualquier otro atrezzo del pasado. No son esas cosas las que me traen el recuerdo, sino la claridad de los huecos de los cuadros, las marcas de los sofás en el suelo, el cerco como de carbón en la pared en la que estaba la tele, etc. Con aguzar un poco la mirada la casa viaja en el tiempo y la veo tal y como era. El olor también es el mismo. Me sorprende. Pensaba que el olor dependía del mobiliario y de los seres que abusaban de él, pero el vacío huele exactamente igual.

-¿Ves? Está muy bien para nosotros. Están genial estos pisos. Y así alejaditos del centro estaremos más a gusto –dice Luis a Marta.
-Es verdad, me gusta. Qué cantidad de luz ¿a qué sí? –continua ella.
Les cuento las cuatro cosas que me ha hecho aprenderme mi padre: Hicimos obra y las cañerías están como nuevas, se reforzaron las paredes y no se escucha a los vecinos, es muy luminoso y hay tomas para la antena en todas las paredes. Lo digo y me aparto de ellos. Me produce risa su conversación en plan película. “Esta puede ser la habitación de los niños”, “Mira, aquí podíamos poner un despacho”. Estos han visto demasiadas películas a las tres y media. Me quedo frente al espejo mirándome las manchas, les pongo hora y cliente y rasco como si tuviera uñas mágicas para hacer desaparecer la mierda. Por cierto que tampoco llevo precisamente limpias las uñas. Joder, si estuviera en casa me estaría dando una estupenda ducha. Estar en casa. Extraño concepto con el que especular en esta ubicación.

Ambos vuelven al salón. Él sonríe como si se hubiera tragado una rodaja de sandía. Ella permanece a la estela. Tocan las paredes y mueven las pupilas sin escatimar. Dos escáneres humanos. Vuelven a besarse, ahora los dos con las mismas ganas. Él se dirige a mí.

-Qué buenos recuerdos. Eran buenos años… -dice buscando que secunde la moción.
-Y eso que aquí vivía yo, si vuelves a la casa de tus padres te pillas una sobredosis de infancia –digo con menos acritud de la que parece. Se ríe.
-Es que como estos pisos son todos iguales, me vienen cosas también de mi casa. Y como encima aquí he jugado varias veces, el recuerdo es más fuerte.
-Ya. –Tiene sentido. Que sea gilipollas no evita la coherencia.
-Bueno, a ver, vamos a los negocios –dice cambiando de sonrisa de gilipollas a sonrisa profesional.
-De los negocios no sé nada, eso a mi padre. Yo, un mandao. –Soy bueno como borrador de sonrisas.

Echan un último vistazo a la casa. Se miran al espejo y van junto a la puerta con un dominio fabuloso de la comunicación no verbal. Bajo yo primero. No se me va a olvidar la ofensa de la subida. Hablan entre ellos dando el visto bueno a la futura vivienda. Salimos y ella me ofrece un cigarro. Fumamos. “Qué asco de tabaco” dice él.

-Bueno, pues ya está. Mañana llamo a tu padre, creo que lo tenemos decidido.
-Pues muy bien –apruebo.
-Estás de camarero ahora, me dijo ¿es así? –pregunta a modo de amigo.
-No exactamente –respondo y me mira las manchas de la camisa-. Quiero decir que no es que sea ahora, siempre he sido camarero.
-Es un gremio que admiro. –Ésta sí que no me la esperaba.
-¡No jodas! ¿y eso?
-Es un trabajo muy sacrificado, hay que tener un par para poner buena cara mientras los demás se divierten.
-Qué me vas a contar. –Verás tú si al final no va a ser tan gilipollas. No estaba previsto.
-También curré de camarero varios años –me dice encontrando mi empatía-, luego ya terminé la carrera y estoy de administrativo en una constructora.
-¿Curráis los dos? –pregunta mi faceta maruja.
-Sí, por suerte sí. En estos tiempos eso es un lujo –responde ella dignándose a entrar en conversación.
-Sí que es un lujo -confirmo.
-Tengo suerte de todas maneras, trabajo de secretaria en la empresa de mi padre.
-¿También en la construcción? –O se me calla la maruja que llevo dentro o termino tomando café con ellos. Hasta escalofríos me han dado.
-Qué va –responde él, quitándole la palabra-. Su padre es el dueño de una editorial. Pero ya le digo yo que no confíe mucho en ese trabajo. Algún día se tendrá que buscar algo serio ¿no crees?
-¿Os apetece un café? –propongo. Qué menos que un café con un amigo de la infancia. Si hasta hemos jugado a súper héroes.