capítulo IX

Le rogamos se presente en la oficina de empleo de su distrito el día tal del tal a las 12:00 horas. Preguntar por Paloma. Llevo la carta en la mano como prueba, no me fío de estos chacales. A las doce menos cuarto estoy preguntando por mi Paloma. El guarda me señala un cartel: El guardia no proporcionan información. Al lado otro cartel (un folio apaisado en verde fosforito): para solicitar información saque un número de la letra C y espere su turno. No he venido a comprar pescado. Le muestro la carta. La ojea, parece que sabe leer. Ah, para esto siéntate allí -señala una multitud- y espera a que te llamen, dice. No sólo sabe leer sino que habla. Hoy en día hay una gran profesionalidad. Espero que no le despidan por informarme. Me siento entre una señorita que creo polaca y una señora sudamericana. Tienen la misma carta en la mano. Casi todo el mundo está hablando, hay un jaleo estándar que ya me es muy familiar. Pierdo la vista hacia el frente, la poso sobre la mesa de quien creo es Paloma y agudizo mis poderes para que nadie me hable. No quiero tener La conversación. Esa de “toda la mañana perdida. No hay derecho. Se van a tomar café y nosotros esperando, etc…” En la primera fila hay una mujer con un carrito biplaza. Dos gemelos pelirrojos berrean y se propinan arañazos. Su madre, creo que es su madre, les manda estarse quietos con un halo de voz casi imperceptible. Si por alguna causa metafísica encontrara trabajo esta mujer ¿qué va a hacer con los niños? No creo que los haya traído por gusto. Bueno, si tuviese trabajo tal vez pudiera pagar a alguien que se encargara de ellos. ¿Y los abuelos? ¿No se podían haber quedado con ellos los abuelos? Me están poniendo la cabeza del revés. En mitad de mi disertación sobre la vida privada de la señora de la primera fila escucho una voz. Por el ángulo con el que llega a mi oído creo que habla conmigo.

-Hola – dice alguien alzando la voz sobre la niebla de ruido que me acolcha. Me giro con dificultad. Tiro al suelo sin querer la carta de la sudamericana. Me disculpo.
-¡Hola! –insiste la voz que ahora reconozco femenina. Encuentro a la propietaria entre dos cabezas alopécicas perdidas. Verónica.
-Vaya. Hola –correspondo con sorpresa.
-¿Qué haces aquí?
-Ya ves. Estaba entre venir aquí o ir al zoo, y al final… Es que me pilla más cerca. –El alopécico número uno me ha oído y ni puta gracia. La misma que le ha hecho a ella-. ¿Y tú?
-Que me han echado –responde con indignación.
-¿Y eso? Pensaba que estabas muy bien allí.
-Y lo estaba, pero parece ser que ellos no.
-Qué putada. ¿En estos casos se dice lo siento?
-Supongo.
-Pues lo siento entonces.
-No pasa nada –dice-, lo que me jode es que ha sido así, sin más, de buenas a primeras a la puta calle.
-Si es que no tiene corazón la gente –digo mientras el inevitable paralelismo me viene a la cabeza. Lo mismo hiciste tú conmigo pedazo de… Una mordaza me tapa la boca del pensamiento.
-Qué hijos de puta.
-Tú lo has dicho –mascullo y se me escapa una sonrisa.
-¿Qué?
-Que sí, que menudos hijos de puta –respondo poniéndome serio a la velocidad del rayo-. Entonces tú vienes para apuntarte a la prestación ¿no?
-Sí. ¿Y tú a sellar?
-No, es que he quedado con Paloma a las doce.
-¿Ein?
-Me han mandado una carta para que viniera hoy. Me tiene que atender una tal Paloma.
-Pues eso es que te van a proponer una oferta de trabajo.
-¿Tú crees? ¿Tanta mala suerte voy a tener? –bromeo sin éxito, otra vez.
-¡El 102! Ya me toca. Bueno, a ver si nos llamamos y tomamos un café o algo y nos ponemos al día. Ciao –dice mientras tropieza con el alopécico número dos y se dirige hacia la mesa de quien yo creía Paloma.
-Sí, seguro. –Espero que no haya sonado fuera igual que en mi cabeza porque era sarcasmo del corrosivo-. Adiós.

Son ya las doce y diez minutos. No me gusta la impuntualidad Paloma. En cuanto Verónica se ha ido he vuelto a mis tonterías. Buena señal. Lo corroboraré esta noche cuando la almohada no me clave su nombre en el pensamiento. Una mujer bastante guapa sale de detrás de uno de los paneles que separan las mesas. Lleva un papel en la mano. Mira hacía el redil donde me encuentro con el resto de reses y dice mi nombre. Estupendo, doble satisfacción. Por fin me toca y esta Paloma me gusta más que la anterior. Me acerco a ella con una estúpida sonrisa. Está seria, me señala la mesa 7 y me dice: es ahí. Al otro lado de la mesa una señora gorda y mayor con el pelo teñido. Algún amigo tendría que decirle que el rubio no es su color.

-Buenos días –digo educadamente, por la cuenta que me trae.
-Buenos días. Víctor Zambrano Molina ¿verdad? –responde agradable. Bien, eso me calma los nervios. Lo paso mal en estos sitios.
-Depende de para qué –digo para redimirme de las bromas erradas con Verónica. No hay redención. La teñida me mira seriamente-. Sí, Víctor Zambrano. Soy yo.
-Déjeme su DNI y el currículum, por favor. –Me perdona volviendo a usar la misma entonación agradable.
-El DNI sí, pero no he traído el currículum.
-¿Pero no sabe que hay que traerlo para la oferta de trabajo? –ofendida ella.
-No sé nada, en la carta no decía nada de oferta de trabajo, sólo que viniese a las doce. Y aquí estoy.
-¿Y no se lo han dicho por teléfono?
-¿También tenía que llamar?
-Le llaman a usted para confirmar la cita y decirle lo que es necesario.
-No me han llamado.
-Pues llamamos a todo el mundo para estos casos.
-Pues a mí no me han llamado, se lo aseguro.
-Ya. Pues no podemos hacer nada. Va a tener que venirse mañana con el currículum. Venga a la misma hora, como hoy.
-¿Sólo el currículum? No hará falta nada más... –Qué os conozco.
-Y el DNI.
-Ya, bueno, eso lo sé.
-Por si acaso. –Si no dice la última palabra se la lleva el demonio.
-Adiós. –Me responde a la despedida y me da un nombre para que lo haga pasar cuando salga. El colmo, trabajar gratis para el INEM. Me sitúo en frente de la marabunta. Enrojezco por completo y llamo al susodicho.

-¿Manuel Espinosa? -¿Y si no está? ¿Doy la vuelta y se lo digo a la teñida o me voy y que mi piel vuelva a tomar su tono pálido?
-¡Yo! –Se levanta un tío de más o menos mi edad. Menos mal.
-Es ahí. –Señalo igual que señaló para mí la Paloma impostora-. ¿Has traído el currículum?
-¿Qué? No. ¿Qué currículum?
-Pues hasta mañana entonces, Manuel. Qué te lo cuente ella. –Y me voy, con esa curiosa satisfacción de no ser el único “pringao”.

Las doce y veinticinco. Paro en el súper y directo a casa a ver pasar el día. Es martes. La Galbana está cerrada.

capítulo VIII

No ha traído el azúcar. La muy descarada se ha plantado en mi casa con la bata más sexy que jamás haya salido de Taiwán y sin azúcar. Doble trabajo para mí y mis instintos gustativos. Podré soportarlo. Enciendo el fuego. Gas, cerillas y café torrefacto. Hay que hacerlo así para que conserve el aroma, dicen. No me lo creo, pero para qué correr riesgos. También he comprado algo de licor. Laura está a mi lado observando mi ritual cafetero. Me hago el interesante y saco las tazas buenas. Sus piernas son una autopista de sentido único. Lleva unas ridículas zapatillas de ositos, pero en cuanto llego a las rodillas el oso se convierte en el animal más sensual que haya diseñado la naturaleza.

-¿Así haces el café? –pregunta.
-¿Y cómo lo voy a hacer? –A tomar viento mi interesantísimo ritual.
-No sé, no es que tengas que usar la cafetera del Clooney pero ¿no tienes cafetera eléctrica?
-Pues no. -¿Por qué me está molestando esta conversación?
-No te enfades, ja ja.
-No me enfado pero ¿qué más da? No ha existido siempre la cafetera eléctrica. Además, así sabe mejor.
-Ah, sabe mejor… ¿Y eso por qué?
-Yo qué sé, pero sabe mejor.
-Todo es probar. Huele muy bien, eso sí –me regala un pellizco a la altura de las costillas y esboza una mueca simpática.
-¿Ves? –digo triunfal.
-No, no veo. Huele bien, ya veremos si sabe igual. -La tipa de los gritos me está vacilando. Ojalá fuese capaz de seguir llamándola zorra. Eso facilitaría mucho las cosas a mi sistema nervioso.
-Touchè –pienso-. Tuché –digo. Y se ríe. Y se acerca. Los ojos se le han vuelto agudos.
-Eres un personaje. Es extraño que no tengas novia, los raros son caviar para las tías. –Y se queda tan ancha.
-Pues será que no soy raro. O que soy la famosa excepción que confirma…
-No eres ninguna excepción –se apresura a decir.
-¿Qué?
-Que sí que eres raro. O sea, eres raro y no tienes novia. Eso te hace excesivamente raro.
-¿Y eso cómo lo sabes tú? A lo mejor sólo soy discreto.
-Las paredes son cartón, cielo, y no cumples con los horarios de alguien que tiene que dar explicaciones. Siempre te veo solo cuando me encuentro contigo. Y en la panadería se te pone una cara de soltero que no puedes con ella, por cierto.
-He tenido novia hasta hace relativamente poco. Y tengo muchas amigas –aclaro.
-Me alegro por ti. Pero eso: que no tienes novia. Te cuesta mucho dar la razón a los demás ¿no?
-No. Bueno, sí. A veces. –Me rindo y busco una mirada cómplice. La encuentro. Justo debajo sus pechos también buscan complicidad.

Sirvo el café. Con hielo, con leche. Yo, ella. Estoy acostumbrado a que mis visitas vengan por unidades, se sienten en el sofá perpendicular al mío y me miren mientras hablan. No se comporta como una visita. Se sienta junto a mí. Su espacio vital se come el mío de una atacada. Tres cucharadas de azúcar a mi derecha, una y pico en mi café. Eso me recuerda de nuevo que no ha traído el azúcar. Habla mirando al frente, pero el breve contacto de su pierna vale más que una pupila. Muevo el café, saco la cucharilla de la taza, bebo. Mueve el café, deja la cucharilla en la taza, bebe. He olvidado calentarle la leche. No me llevo bien con el microondas. No dice nada pero yo sé que no va a haber sexo. No va a haber sexo y, además, no va a haber sexo. Su respiración y mis sorbos son los únicos que se atreven a romper el silencio. Venga va, échale valor. Di algo.

-Qué tal el café. –Y la lucidez saltó por la ventana.
-Ja ja ja.
-¿De qué te ríes?
-El café está helado. Hacía tiempo que no me tomaba un café tan malo.
-Me alegra que te haga gracia, por lo menos. –Yo hacía tiempo que no me sonrojaba. Me gusta.
-Voy a darle un calentón en el microondas –dice
-No, no, tranquila. Ya voy yo.
-Vale. Pero ahora no lo vayas a hacer hervir hasta que me quede pegada a la taza –dice mientras guiña.
-Haré lo que pueda. –No es a la taza a lo que quiero que te quedes pegada. La dejo en el sofá y soluciono la temperatura del café. Siento cierto nerviosismo al separarme de ella. Una tenue angustia se me clava entre las piernas.

Vuelvo al salón y se ha puesto más cómoda. Los ositos están en el suelo y sus pies sobre el sofá. Su comodidad me anima. Tal vez sí haya sexo finalmente. Le doy la taza. Titubeo, no sé si sentarme al lado o hacer útil el otro sofá. Voy junto a ella. Sus pies son cálidos, no tiene las uñas pintadas como imaginé. Definitivamente me gustan sus piernas. Los pies secundan la moción. Los pone sobre mí, se estira, la fuerza de rozamiento del sofá se queda con el extremo inferior de su bata. Me descubro poseído por un impulso que para nada es razonable. Los dedos de mi mano izquierda han invadido los huecos entre los suyos del pie derecho. Los contrae y mi mano queda atada. Tengo otra. El movimiento, esta vez sí, razonado de mi extremidad insurgente entre sus muslos provoca su primer gemido y mi primer síntoma de arritmia. El aroma del café me ocupa las fosas, me parece que nadie va a beber café. Me lleva la contraria. Se levanta. Su cintura a la altura de mi frente. Sorbe un poco de café mientras me acaricia la cabeza. A horcajadas propone un primer beso al que respondo robándole el sabor a café de los labios, la lengua, los dientes…

- Oye ¿y Germán? –pregunto.
- ¿Te ha hecho a ti algo el clímax para que lo boicotees con tan poquitos escrúpulos?
- No, es que…
- Cállate anda. Y ven aquí. –Obedezco. Voy. Justo a donde ella me ha dicho. Lato, condeno, retrocedo. Seduce. Abro, colmo, respiro. Inventa. Resbalo, suplo, vuelco. Exige. Tres minutos. Bastante menos que casi siempre, algo más que casi nunca. No pasa nada, era de prueba. Un rato y estoy como nuevo. Necesito una copa.

-¿Quieres una copa? –me levanto nervioso-. Tengo ron…
- No puedo cielo. Está a punto de llegar Germán.
- ¿Qué? Si me habías dicho…
- No he dicho nada. Pero perdona, sé lo que has entendido. -Comprensiva ella.
- Joder.
- Lo sé. Y no te preocupes, la próxima será mejor.
- ¿La próxima? –Creo que me está tomando el pelo.
- Claro ¿no me piensas volver a invitar a café?
- Sí, sí. Sí que te invito. Cuando quieras. Cualquier día. Mañana. Ahora.
- Tengo que irme, de verdad. Eres un amor, pero tengo que estar en casa ya. –La miro atentamente mientras vuelve a uniformarse de ama de casa. O la bata ha encogido o mis ojos han exagerado su profundidad-. No me acompañes a la puerta. Dame el último beso. –Obedezco de nuevo.

Se contonea hasta la puerta. Echa un vistazo por la mirilla y desaparece tan ágil como deprisa. La puerta se cierra como un disparo con silenciador. Estoy desnudo en el sofá. He caído en la cuenta cuando me ha rozado la bala. La soledad me proporciona una nueva vergüenza. Me visto deprisa; la camiseta del revés. Enciendo el ordenador. Iba a escribir unos versos, pero termino buscando cafeteras eléctricas en Internet.

capítulo VII

Hoy tengo que trabajar. Me ha llamado Pamela para hacer un extra esta noche. Una cena de empresa o algo así. El camarero está enfermo, no es el primer lunes que le surge una indisposición. A mí me viene bien, me saco unos eurillos que me apañan la semana y me ayuda con la teoría de que no soy un vago. Me extraña que no me haya llamado Damián. La versión oficial es que lleva toda la mañana de papeleos, la extraoficial se llama Virginia.
En el armario, a la derecha, tengo mi disfraz de ser productivo: camisa blanca, pantalón negro de pinzas y un cinturón de persona mayor color azul. Los zapatos son de esos de 24 horas. Ciento treinta euros. ¿Caro para unos zapatos? No, caro para cualquier cosa que se lleve puesta. El vendedor me dijo “nunca te dolerán los pies”. Y llevaba razón, no me duelen; pero cuando me los pongo pienso más en los ciento treinta pavos que en el bienestar plantar de mis herramientas de paseo. No he vuelto a pisar el Corte Inglés.
Lo bueno de currar en La Galbana es que no tengo que esperar a que el camarero me sirva la cerveza, lo malo que hay que estar de pie y no puedo ignorar a la gente. La mayoría de los clientes me conocen. Tengo su respeto por ser amigo de los dueños. Yo también les conozco, pero no por sus nombres sino por lo que consumen. Entre lo que sé y lo que adivino podría atender al setenta por ciento sin cruzar palabra. Son datos científicamente demostrados. Como demostrado está también que mi presencia aumenta los beneficios de la Mahou. Estar detrás de la barra es mucho más fácil que estar delante. Atiendes y te vas. Los clientes pasan de ti en cuanto cumplen, si lo hacen, con el saludo protocolario. Luego sólo eres el tío que les emborracha. Si alguien te llama con el vaso lleno es que algo pasa. Va a contarte sus penas o a echarte la bronca. Yo prefiero la bronca. Eso de que el camarero es un gran psicólogo es una gilipollez. La niña de la curva de la hostelería.

Llego diez minutos antes. Una cervecita y me pongo. El bar está en su tiempo muerto, dos clientes como dos exclamaciones abren y cierran la barra. Damián lee el Marca en el centro, equidistante por eficiencia. Es un camarero de los buenos. Pamela no suele estar por las tardes, tres niños son muchos niños. Hoy no es una excepción. Saludo a Damián. Con un abrazo, siempre. Me cuenta lo de Virginia y me pongo a currar.

-¡Chico, dos cervezas!
-Hola. –Se dice hola, joder. Les miro.
-Dos, dos cervezas.
-HO LA. Ahora mismo –capullo.
-Que estén bien bien bien frías.
-Están todas igual –respondo poco agradable.
Se creen que tengo un congelador supersecreto. Con la élite de las cervezas esperando rociarse en sus exclusivos labios. Será gilipollas. La primera hora siempre se me hace pelín difícil. Luego me dan igual las voces, que todo lo tiren al suelo, que quieran pagar una ronda de menos, que pierdan la dicción… Me resbala. Cualquier barman sabe que en determinado momento todo se le irá de las manos. Está tratando con una raza impredecible. El truco es no hacerles ni puto caso; sólo funciona si se hace con convicción.

A las 21:30 entran los culpables de que no esté en mi sofá viendo una peli. Echo mis cuentas: se sentarán como a las 22:00, empezarán a comer a y media y terminarán a las 23:15. Postre, bromas y chupitos de parte de la casa hasta las 23:45. Y después exaltación de la amistad. Despreocupación monetaria pidiendo güisquis con las etiquetas negras o doradas. Siempre hay problemas para cobrar en estos casos. Y para terminar a esperar a que se harten. No se hartan. Indirectas como bajar los cierres y la luz: obviadas. Se les dice unas ciento cincuenta veces que ya nos vamos, y acabamos invitando a una última ronda que tardan un siglo en beber. Después a casa. Ducha caliente y cama fría. A por ellos.

-Muy buenas ¿qué va a ser?
-Un momento, que faltan algunos.
-Muy bien, no hay prisa. –En verdad sí la hay, pero entra en mis planes.
Llegan todos, son quince. Sus voces llenan el bar. El líder se encarga de el duro trámite de hacer el pedido. Se acaba de convertir también en el que se tendrá que encargar de hacer la colecta cuando pidan la cuenta. No sabe lo que hace.
-A ver chico, nos vas a poner: tres botellines, no, espera, uno, dos, tres… cuatro, cuatro botellines, perdona; tres jarras de cerveza, dos cañas con limón, una coca cola para este mariquita, un rueda fresquito, dos riberas, dos riojas y para mí… otro ribera, que la cerveza me hincha.
-Perfecto. –Esto está chupado. En dos minutos todo servido con sus aperitivos correspondientes.

Damián sale de la cocina listo para la batalla. Somos espartanos y acabaremos con ellos aunque nos superen en número. Suelo jugar a estas cosas. De pronto suena la sintonía de respuesta incorrecta. Damián habla con el líder persa: por lo visto no se van a quedar porque ha pasado no sé qué. A alguien se le olvidó llamar para anular la cena. Sólo están calentando motores para irse a un restaurante nuevo que han abierto en el quinto coño. Pues yo me voy a tomar un tercio a la salud del enemigo. Y a su cuenta, claro. Precio de las consumiciones 26.20 €, en caja 29.50 €, bote 1.80 €. Barato para la cara que se le ha quedado a Damián. Se marchan y nos quedamos solos.

-Me cago en la puta –rumia Damián.
-Ya. –Se han retirado sin presentar batalla. No podremos quedarnos con el botín. Juego demasiado.
-Toma –me da 60 eurazos-. Tú vete que ya me encargo yo de recoger. Cierro y me voy a casa que estoy hasta los huevos.
-Si sólo son las diez, tío.
-Qué más da, si ya hoy no vamos a hacer nada.
-Lo digo por la pasta, apenas he “currao”.
-Lo mismo da que da lo mismo. No es culpa tuya. ¿Te veo mañana?
-No.
-¿Mañana no vienes? –se extraña.
-Sí, sí que vengo. Pero te ayudo a recoger y nos vamos a tomar una guión unas copas ¿te hace?
-Me hace. Echa los cierres. ¿Haces la barra? Yo me pongo con la cocina.
-Hecho. Pero me acercas luego a casa ¿no? –Sé que cuando terminemos ya no habrá metro.
-Claro tío.

Pienso en la sobredosis de Espidifen que voy a necesitar mañana. Tengo de sobra. Limpiamos en tiempo récord y salimos por patas al antro más cercano. Sé que mis sesenta euros quedarán intactos, salvo por lo que gaste en tabaco. Damián me contará la frecuencia con la que piensa en separarse de Pamela, que cada día es más difícil abrir el bar y que tiene jodidos los pies. Pagará la cuenta y me llevará a casa. Y el mundo parará para que podamos volver a subirnos mañana.