capítulo III

Lleva sombrero de ala ancha. Tiene más de cien, dice. Siempre que le veo lleva el mismo: uno negro, polvoriento, con adornos alrededor de la copa. Cree que viste bien, que le respetan, que merece más de lo que tiene… Un perdedor. Simpático en pequeñas dosis.
Hoy no me ha saludado. No me ha visto. La última vez me pagó dos copas; puede que sí me haya visto. Dos chavales beben cerveza a su lado: uno pone a escondidas virutas de servilletas sobre el sombrero, el otro ríe agudamente mientras le pide que vuelva a contar la historia de su amigo el andaluz. Él lo hace. Se siente feliz al escucharse, el público es lo de menos. Pronto los dos muchachos crecen en impertinencia, Damián les llama la atención. Validez del rapapolvos: dos minutos aproximadamente. El hombre del sombrero huye al servicio. Se cruza conmigo.

-Hola poeta. Voy a mear.-Sonríe
-Hola ¿todo bien?.-Aumenta su sonrisa.

Sale con el sobrero en la mano, se coloca las cuatro canas que le quedan y vuelve a cubrirse la azotea. Se sube la bragueta. Muy delicado no es. Vuelve a detenerse a mi lado. No habla. Quiere librarse de aquellos dos pero no está para regates, necesita un buen extremo izquierdo. Eso puedo hacerlo.

-¿Has empezado ya tu novela? –le digo. Se sorprende al descubrir que el otro día le presté atención.
-Bueno. Verás, en realidad estoy con dos a la vez. –Mira al techo mientras habla.
-Genial. ¿Y de qué tratan? No debe de ser fácil alternar dos historias.
-No he decidido aún la temática, pero tengo el título de las dos. –Lo dice tan jodidamente convencido… Esta vez no me ha quedado otra que reírme. Él me mira. Sonríe también. Su sinceridad me incomoda, pero es soportable.-El título es lo más difícil.
-Así que sólo te queda lo más fácil. –Qué crack, pienso. Asiente y pide dos copas.
-Cerveza, estoy tomando cerveza. – No estoy yo para mezclas.
-Tú mismo.

Mira hacia el otro extremo del local. El de las servilletas y el otro ya se han ido. Sabe que he asistido al espectáculo. Comienza su explicación-excusa-estratagema para dejar las cosas claras:

“Son idiotas. La gente no se da cuenta de que soy un genio. ¿Sabes? Mi cerebro está doscientos años adelantado al de cualquiera. Llevo años investigando el universo. Algún día iré a la NASA y les deslumbraré con mis teorías, daré conferencias por todo el país. A ver quien tiene huevos de llevarme la contraria. Les diré: “ustedes, señores, no saben nada de nada”. Doscientos años, poeta. Doscientos”

Saca una tarjeta del bolsillo de la camisa. Bajo su nombre dice exactamente: Investigador del universo y filósofo. Continúa habándome:
“Unos no me escuchan. Otros se ríen. No les hago caso. Pero de vez en cuando alguien discute conmigo. Se enfadan. Claro, se enfadan porque digo la verdad. A ningún genio le entendieron en su época. ¿Sabes quién era Lorca? Bueno da igual; un genio, era un genio. El mejor poeta de todos los tiempos. Hay otros pero Lorca escribía como si fuera a vivir siempre.”
Antes de que me diese cuenta estaba declamando Las nanas de la cebolla. Casi todo el mundo nos mira. Caras de: ya está otra vez el “colgao” este. Luego me miran a mí, buscan complicidad. Lo llevan claro.

El genio sigue hablando. Se desahoga. Está borracho, la última copa se le ha subido por completo. Cada vez que abro la boca acelera sus palabras para callarme. Entiendo que no se ha quedado a mi lado para oír lo que tiene que decir otra persona que no le entiende. Escucho sus teorías durante casi una hora. No se me hace larga pero me duele la cabeza. Puede que tenga algo que ver que me he bebido unas diez cervezas.
Cuando termina vuelve a ponerse el sombrero. Acabo de darme cuenta de que se lo había quitado. Será que sólo se lo quita para las cosas importantes. Pide la cuenta. Protesta. Le parece caro. Mira el reloj y se baja del taburete con dificultad.

-Me voy, que si no ésta me va a matar. Siempre está con lo mismo. Es una puta. Encima no quiere chupármela; y eso que yo le doy gusto en todo. -Continúa dándome más datos de los deseables. Delicado no es, ya sé.
-Adiós. Cuídate.
-Ya me cuido. –Dice dándome la espalda. Abre la puerta murmurando y se va caminando a la salud de la letra “S”.

Es tarde. Va siendo hora de recogerse. Voy primero al baño. Me lavo las manos, hay un espejo sobre el lavabo. Miro mi despejada cabeza. Me paso la mano por las ideas. Pienso en cómo me sentaría un sombrero.

capítulo II

Vendrá a recogerme a las doce y diez. Me ducho y me visto informal, sin perfume. Aún me queda preparar un plan de huída. Hay tiempo. Es la cuarta o la quinta vez que quedo con una mujer que he conocido en Internet; es más fácil con las maduras. También más arriesgado. Esta vez no le he pedido fotos, se parecerá a las demás. Escribe como las demás.
Llego al lugar acordado, un golpe corto de claxon. Ahí está, Citroën Xara color granate. Subo al coche con decisión, me examina de un vistazo rápido. Creo que ha pensado “te estás quedando calvo”. No me preocupa. Ella es algo más gorda de lo que esperaba.

-Hola.-Le da un ataque de tos y repite el saludo.
-Hola Sonya.
-Miriam.-Replica algo molesta.
-Lo sé.-Prefiero llamarla por el nickname. Encariñarme no es lo que tengo previsto, así que mejor mostrar mi armamento de defensa desde el principio.

Durante el trayecto conversamos brevemente. Palabras de tanteo. Ella coge confianza más o menos rápido y me explica lo complicado que ha sido su día. Me importa lo justo. Con los pies he notado dos botellas de cristal bajo mi asiento. “Lo pasaremos bien” me ha dicho al oírlas chocar. Bajo la ventanilla y me deshago del plan de huída.
Es un apartamento pequeño, bonito como espacio pero decorado con todo el mal gusto posible. Me siento en el sofá. Sale de la cocina con una copa en cada mano, de un trago bebo la mitad. Termino rápido mi güisqui. Quiero ir a servirme otra copa pero no deja de hablar. Aprovecho una breve pausa y me levanto con el vaso. Apura su ron-cola y me pide que le sirva otro también a ella. Acepto a regañadientes.
He ido al baño unas diez veces. Todas ellas me he quedado mirando ¡una lavadora! ¿Eso no va en la cocina? Pues sí, va en la cocina. Al menos en las cocinas que suelo visitar. Me planteo si sólo conozco casas mal diseñadas o esta tipa es una excéntrica. Va a ser lo primero. Si es que tiene sentido. La ropa me la quito cuando está sucia, cuando estoy sucio me ducho, la ropa me la quito en el baño… Pues ya está, la lavadora en el baño. Lúcido arquitecto. Es una pena el tapiz de leopardo de los sofás; la lavadora pierde su glamour. ¿Qué decía? Ah, sí: meo y vuelvo al salón, vuelvo a mear y vuelvo a volver al salón. Diez meadas y diez regresos. Diez palabras por segundo en esa boca que no calla aunque yo piense en lavadoras.

La botella de ron está a dos vasos de su final, también la de güisqui. La última vez que miré el reloj eran las seis. Parece que empieza a agostársele la conversación.

-Va siendo hora de pensar en la cama.-Se ha dado cuenta de que llevo un rato pensándolo.
-Creo que sí. Estoy borracha.
-¿Dónde duermo yo? ¿Cama o sofá?
-Puedes hacer lo que quieras, hay confianza.-Qué confianza ni que ocho cuartos. No sabemos nada el uno del otro, a pesar de que me ha contado toda su vida.
-Entonces prefiero cama.

Se desnuda por completo antes de acostarse. A esto debía de referirse al hablar de confianza. Apago la luz. Me siento más cómodo así. Se apresura a apretarme contra ella. Me besa profundamente mientras sus manos se aseguran de que lo tengo todo en su sitio. Cuando tiene todas las pruebas en su tacto la acción se vuelve más violenta y precisa. Tiene el control. Lo prefiero.
No se ha quedado satisfecha hasta las nueve. Se acomoda en mi pecho y se duerme. Ronca. En cualquier otro momento no podría conciliar el sueño, pero el alcohol y el cansancio saben cómo hacer su trabajo. Estoy vacío.

capítulo I

La Galbana es el bar de Damián, un bar grande, menos grande que cómodo, y mantiene los botellines a un Euro. Vengo en horas muertas, cuando no corro el riesgo de que otros clientes me reconozcan. Damián me sirve una cerveza tras otra, y en cada atención me alimenta a base de fritanga. Sabe que no tengo donde caerme muerto desde que perdí trabajo y novia por ese orden. Nunca pago. Hemos llegado a un acuerdo sin contrato: yo limpio las mesas, hago los recados… y él me “cervecea” hasta que no me cabe ni un centilitro. Somos más amigos que nunca.

Llevo aquí casi dos horas con todos sus segundos (los normales y los irrelevantes) y he contado ciento veintidós clientes. Puedo adivinar lo que toman con sólo mirarles a los ojos: café, Castellana sin hielo, jarra muy fría, cubata matinal… Llevan la debilidad en la mirada. Ellos podrían jugar a lo mismo conmigo. Nadie me mira. Entran dos conocidos –calculé mal- y me toca rascarme el bolsillo. Solidaridad alcohólica. Cinco euros y dos cigarros menos; me acaban de joder el día. Damián bromea. No tiene gracia.
Por fin llega Pamela –su mujer (o así la llama él)- y me da un par de gloriosos besos que me dejan acomplejadas las mejillas. Hay veces, las menos, que sólo vengo aquí para verla. Ahora es morena y mantiene sus curvas perfectamente señalizadas después del tercer hijo. Creo que siente cierta lástima por mí, lástima sincera con la que logra esquivar mi parte más lasciva. Así está bien. Es todo lo que espero. Otro contrato sin letra pequeña.
Me ha puesto un plato de arroz repugnante, salado y caldoso. No me gusta pero no dejo ni un grano. “Qué tal” pregunta, “buenísima, como siempre”. Se enfada, odia que le mientan. Damián ríe por segunda vez. Vuelve a no hacerme gracia. Hoy no es nuestro día, suerte que la cerveza sigue siendo gratis.

Son las dos en punto. Tengo que irme. Este reloj del demonio es puntual como un orgasmo. Mañana volveré y le diré a Pamela que sus aperitivos son intragables. A no ser que decida disfrazarse con la blusa verde, no soy de fiar cuando pierdo el enfoque.