capítulo XXI

Anda Damián un poco frío últimamente. Su boca echa en falta las formas oblicuas y gesticula con una lentitud inusitada. Podría afirmar que su alma pesa hoy por hoy algo más de lo los famosos veintiún gramos. Me intimida. No expeler mis problemas ni recepcionar los suyos es extraño. Me apetecía un refresco pero ha abierto directamente una cerveza. No me he atrevido a decirle nada. Tampoco me va a suponer un esfuerzo sobrehumano llegar al fondo del vidrio. Si hoy le viese por primera vez pensaría en un camarero del montón, por suerte ha hecho méritos más que de sobra para seguir siendo mi héroe entre los barman. No es verdad eso que dicen de que cuesta mucho ganar el respeto pero que se puede perder en un instante. Para que eso suceda el oyente, observador, o lo que sea, ha de tener los escrúpulos a ras de suelo y la empatía de un hurón. No es mi caso, aunque entiendo que no soy la más común de las criaturas. La más modesta tampoco. Ay la modestia, qué sobrevalorada característica. Vamos a ver: estoy harto de escuchar lo valiosísima que es la sinceridad, por otro lado no estoy menos harto de oír cosas del palo: “bah, qué dices, no es para tanto” mientras el susodicho se coge una sobredosis de ego digna de Calígula. Lo mismo estoy exagerando. Da igual.
Mientras echo estos vistazos al estado de mis neuronas caigo en la cuenta de que papá lleva media hora de retraso. Es verdad que prefiero esperar un poco, por eso de que el estrés no se haga fuerte, pero media hora es un límite que no debería rebasarse. La única cifra redonda que acepto en estos casos son los quince minutos, más es excentricidad. ¿Menos? Diez minutos tarde es vulgar, eso lo hace cualquiera. Papá entra en La Galbana. Va vestido de pueblo, me abstengo de comentar su indumentaria. Centro mi atención en que es mi padre y que le quiero. Es el mismo ejercicio al que voy a someterle en breves momentos. Me avista al fondo de la barra. Esboza un amago de algo similar a una sonrisa y se detiene a saludar a Damián. La sonrisa se le desboca y me hace esperar dos minutos más de cháchara con Damián. El uno no suele darme conversación, yo a él tampoco, y el otro está vaciando toda la simpatía que se ha ahorrado conmigo. La particularidad de los celos cuando no se trata de tu pareja, es que no pueden arreglarse con un polvo.

-Cómo estás hijo –vocea empastando con su vestuario mientras abre los brazos dos metros antes.
-Este siempre está bien ¿no le ves? Anda que le falta la cervecita –dispara Damián cerrándome la boca.
Mi padre me abraza con fuerza, me da dos palmadas enormes en el omoplato izquierdo y, con una seña, como si en una película, sugiere al camarero que nos sirva dos cervezas. O eso me ha parecido porque Damián aparece por arte de magia con dos güisquis y un plato de quicos.
-¿Qué pasa papá? –logro vocalizar ante los caprichos de la circunstancia.
-¡Un brindis Víctor! –coloca un vaso en mi mano y alza el otro- chin-chin. Bebemos. Bueno, bebo yo, el engulle y teletransporta el líquido del vaso a su hígado.
-Joder, estás contento.
-Es para estarlo, no sólo está vendida si no que ya me han hecho el ingreso. De oreja a oreja no, ríe hasta la nuca.
-La casa…
-Claro hijo, qué va a ser. Estás en la parra.
-Bien entonces –demasiado efusivo-, supongo. –Así sí.
-Qué soso que eres joío.
-Eso va a ser. –Imito su ejercicio de teletransportación y un ardor me demuestra que aún no estoy preparado.
-Me meo –sale disparado hacia el servicio-. Pon otras dos Damián –dice por el camino. Me giro y Damián está rellenando los vasos. Lo que digo, un súper héroe.

Esta conversación va a ser más difícil de lo que mi intuición suponía. Según los datos recibidos papá debe ir por el quinto güisqui. O el décimo, que tampoco voy a poner la mano en el fuego. En una iluminación repentina empiezo a entenderle. Lo de mamá ha debido de ser más jodido para él que para mí, está claro que la casa era un lastre. Los grados de alcohol que lleva encima seguramente son el contraste con la felicidad del peso que acaba de quitarse de encima. Creo que se está macerando para encontrar el lado positivo. Lo ha encontrado, creo, tendría que seguirle un poco la corriente. Llamemos así a ponerme en su lugar e inferir que es muy probable que yo hiciese lo mismo.
Sale del baño con la cara empapada. Seguro le ha venido de puta madre descargar la vejiga y bañarse la cara. Vuelve con la camisa llena de gotas y la cara aún chorreando. Hago un esfuerzo y elimino del campo visual las gotas que también trae en el pantalón. Coge un puñado de quicos y reta a su dentadura. Los frutos secos parecen ir ganando la batalla, así que traga la mitad del contenido de su copa y se adjudica la guerra. Hace un gesto a Damián y él cambia los quicos por unos gusanitos naranjas. En serio, esto es a la lógica lo que el Sueño de Morfeo a la música.

-Bueno ¿cómo estás? ¿qué te cuentas? –pregunta disfrazándose de tipo sobrio.
-Bueno, alguna novedad hay –respondo apuntando para lanzar mi primera flecha.
-Ya sé, ya sé. Resulta que tengo un hijo escritor. ¿Pensabas decírmelo cuando ganes el Planeta?
-Papá, dame un respiro que vienes en cuarta y yo acabo de poner el contacto.
-Venga vale. Cuenta, a ver ¿desde cuándo escribes?
-Tú ganas, mira vamos a zanjar el tema rapidito. No soy escritor papá, llevo unos años escribiendo mis cosas y ha desembocado en un pequeño proyecto…
-Pero la editorial del padre de Marta va a publicarlo. Eso es ser escritor.
-Papá ¡qué no! Que no voy a publicar na, déjalo ya. Ya te lo contaré en otro momento. –Si no fuera por el pedo que lleva pensaría que Marta le ha contado la historia de otra manera.
-Pero si es una gran noticia; qué digo, es un gran día. La casa, tú escribiendo… habrá que celebrar.
-¡Verónica está embarazada, papá! –Hay que tomar medidas drásticas. La cara se le queda neutra.
-¿Tu novia?
-No. Mi ex novia ¿cuántas veces te lo voy a decir?
-Siempre he pensado que volveríais…
-Eso no va a pasar –digo con la crispación inyectada en vena.
-¿Voy a ser abuelo? Ja, ja, ja… Qué noticia, hijo.
-En serio, papá ¿podrías hacer el esfuerzo de escucharme? –le quito la copa de la mano y la estampo sobre la barra.
-¿Qué pasa? –pregunta, ahora lejos de cualquier disfraz.
-Pasa que Verónica y yo no vamos a volver nunca, pasa que está embarazada, pasa que ella tiene novio, pasa que está embarazada pero el hijo puede o no ser mío… Pasa papá que no soy ni escritor ni pollas. Pasa, papá, que estoy cagao.

Un silencio del tamaño de china nos pone a los dos la vista en el suelo. Damián, que andaba cerca, desaparece por la puerta de la cocina. La gente desaparece y papá se vuelve la persona más vulnerable del mundo. Las facciones se le aprietan al hueso y un hilo amarillo de voz le asoma de los labios. Si pudiese verme a mí mismo descubriría que soy un reflejo de la imagen que estoy observando.

-Hijo…
-Qué –respondo a la vez que recibo el abrazo más veraniego que jamás he recibido.
-No te preocupes. Estoy contigo. Vámonos a tu casa, tenemos que hablar.
-Sí –miro a Damián que me hace un gesto de “lárgate, no me debes nada”.
-Ojalá estuviera aquí tu madre, no sabes cuánto la echo de menos.
-Sí lo sé papá. Vámonos a casa.

Nada ha salido cómo estaba previsto. Nunca pasa como estaba previsto. Pero es la primera vez en mucho tiempo que me siento cerca de mi padre. Es la primera vez que digo “vamos a casa” y no miento en ningún sentido. Me siento a salvo y protector. A cierto nivel de vulnerabilidad el miedo se vuelve un ser débil y poco preciso. No estoy solo.

capítulo XX

He hablado con Verónica por teléfono. Una de las cosas buenas de este curro es que nos dejan hablar por teléfono. También se puede fumar, de momento. Las camareras abusan del teléfono y Joaquín del tabaco. Supongo que tarde o temprano al jefe se le hincharán las pelotas. Demasiada paciencia para un jefe. Decía, digo, que he hablado con Verónica. Es raro. Mi vida siempre ha ido por rachas. Tengo curro, me siento casi bien, bebo menos, he quedado con papá mañana, el piso está vendido… y Verónica quiere saber de mí. No hablamos desde lo de mamá. No me atrevería a decir que sé lo que quiere, pero si la conozco bien creo que se ha dado cuenta de los errores cometidos. Tal vez quiera redimirse. Confieso que no sé qué hacer, tendré que esperar a verla. Por un lado me metería un buen chute de ego diciéndole que todo se ha acabado y que si lo que quiere es follar, haré el esfuerzo. Por otro, estoy cansado de estar solo.
Hoy ha habido mucho trabajo, además los menús se me han pasado más lentos que nunca. Esperar a Verónica siempre ha sido largo, pero lo de hoy es excepcional. He tenido cuidado con no mancharme demasiado la camisa, me miro en el espejo de la barra cada cinco minutos y no me he peinado porque no tengo qué peinar. Siempre ha tenido la virtud de desmembrar mi paciencia.

Sirvo el enésimo café del día mientras preparo mentalmente mi encuentro con papá. Limpio las bayetas, recojo la barra, planeo mi día libre, me cago en el capullo de la editorial… Pienso también en Laura. La tenía bastante aparcada hasta hoy. No sé, hay días que el cerebro se pasa de revoluciones sin motivo aparente. Es otra de las cosas que Verónica produce en mí sin demasiado esfuerzo. Cuando el jefe me dice que limpie la cafetera y me vaya, Vero entra por la puerta. Vero, sí, la falta de distancia tiene estos efectos. Está preciosa. Los mofletes colorados y ha ganado un poco de peso. Lo que digo, preciosa. Voy hacia ella y Joaquín me da una palmada en la espalda. Me sustituye en la limpieza de la cafetera. Me seco el sudor y salgo a su lado.

-Vaya, así que aquí es donde curras. Está bien el sitio –saluda.
-Hola –saludo también.
-Me alegro de que te vaya bien.
-Yo también me alegro, pero no es tanto que me vaya bien.
-Ah ¿no? –dice sin sorpresa.
-Pues no, pero me siento en el camino. Paso a paso, ya sabes que a mí las prisas…
-A ti las prisas te encantan, lo que pasa es que no lo sabes.
-Lo que tú digas. ¿y tú qué?
-Bien… va bien. Tengo curro que no es poco.
-¿Y además del curro? –insisto en busca del motivo de este encuentro.
- De eso quería hablarte.
-Ya supongo. –Se que se me ha puesto mi inconfundible cara de listillo.
-No supongas mucho. –La cara se le pone color gazpacho y de pronto su mirada parece preocupada en el brillo de mis zapatos.
-¿Nos vamos?
-¿Ya has terminado?
-No, es que soy así de chulo y salgo cuando quiero.
-Vale, vale, vámonos simpático.
-Perdona, vamos.

Joaquín se despide y sonríe. El jefe me hace un gesto, entiendo que el próximo día me paga. Las camareras ni me miran, lo de siempre. Salimos al aparcamiento, el bochorno nos pone ojos de chino y el sudor vuelve raudo a mi rostro. Ella mira al cielo y respira con gula.

-¿Has venido en tu coche? –pregunto.
-Sí, claro, tranquilo que no tienes que llevarme.
-Joder, Vero, no lo digo por eso.
-Lo sé. Es que esto no es fácil, estoy muy nerviosa. –Una lágrima le parte en dos la mejilla izquierda, otra se apresura hasta su boca.
-¿Qué ocurre? –seco con el índice ambas gotas de sal-. Puedes confiar en mí, somos amigos ¿no? –aunque lo que tú quieres es algo más. Sé que no está bien, pero engordo un par de kilos intuyendo su arrepentimiento. Además, voy a decirle que no. Es verdad que está preciosa, pero también lo es que no estoy sintiendo nada, si dejamos a parte la amistad. Esta victoria me va a sentar muy bien.
-¿Recuerdas… es decir, los días que estuve en tu casa?
-Claro que lo recuerdo. Gracias. –El agradecimiento produce otras lágrimas que, esta vez, no seco. El demonio del hombro me obliga a disfrutar el momento. ¿Qué soy malo? Podría debatirse largo y sentado.
-No me tienes que dar las gracias, te di el cariño que necesitabas. Quería mucho a tu madre.
-Vero… hablar de mi madre no es oportuno. Estoy bien, pero no tanto.
-Uff -toma fuerzas con un enorme suspiro entrecortado.
-Suéltalo ya.
-Estoy embarazada.