capítulo XVII

Estas tormentas de verano son muy agradables. Llueve pero como si no. El agua más que mojar refresca y si miras al cielo la única nube parece escoltar al sol. Es poético, podría escribirlo. Es agua por sorpresa. Me llama la atención que la ciudad no le eche cuenta más que unos segundos. Como de una regadera, el agua cae desde el principio con la misma intensidad. El ladrillo cambia de color y las personas aceleran un par de pasos. Nadie lleva paraguas, claro. En cuanto las neuronas de cada cual acuerdan que ese agua no moja, la velocidad ciudadana se estabiliza y los edificios se acostumbran al nuevo color. Las mías, mis neuronas, llaman a esto “llover de mentira”. Tanto se lo han creído que he cometido el error de pretender fumar y me he cargado el mechero. O eso, o la única gota de verdad traía de serie una excelente puntería. La lluvia cesa con el chimpón de la gota francotiradora.
En mi primer día libre mantengo mi rutina. No soy yo de esos nómadas valientes que tienen a sus costumbres de un lado para otro. Las mías, con mucho menos, necesitarían días para superar el jet lag. Compro el pan y giro la esquina de mi calle, frente al portal hay un grupo de personas. Las facciones se van definiendo según me acerco. Varios vecinos hablan gesticulando como ventiladores.

-¡Pues habrá que denunciar! –grita la solterona del primero.
-Por eso estamos aquí, tranquilícense. Sólo hay que hacerlo cómo nos han dicho y se pone la denuncia. –grita más el del quinto.
-¡Es que lo que no puede ser no puede ser! Ahora que nos corten la luz y el agua a todos, a ver entonces… -decía otro hasta que le silenció la nueva presencia-. Hombre hola, a usted no hay quién le vea –me dice-. Hay que tomar medidas con los que no pagan la Comunidad, esto nos importa a todos, porque…
-Yo estoy al día –digo en cuanto me lo permite una breve pausa para coger aire.
-Y yo
-Y yo también, no te digo.
-Nosotros ingresamos ayer lo nuestro –sobresale la voz del hombre que gritaba más.
-Haya paz, señores –pone orden el presidente-. Lo que pasa –me dice- es que tengo que decir cuántos estamos de acuerdo con poner la denuncia para poder hacerlo. Por eso estamos aquí. Puse un cartel con la hora de la reunión.
-¿Hay que firmar algo? –pregunto.
-No, sólo decir cuántos estamos de acuerdo. Ya luego lo relleno yo todo pertinentemente –me responde como si leyese el guión.
-Perfecto, pues cuenten conmigo. Tengo prisa. Hasta luego.

Cruzo la puerta esquivando los cañonazos que me lanzan las pupilas del vecindario. Dejo un “hola” especial para Laura y subo. Si Laura gritara en las reuniones de vecinos la tercera parte de lo que grita a Germán, aquí sólo se haría lo que dijese ella. Entro en casa. No es que huela a rosas, pero no huele mal. Se nota que no paso tanto tiempo aquí. Al abrir la puerta ya no parece que Joaquín Sabina acaba de hacer una fiesta. Abro las ventanas y meto unos canelones de marca “vivo solo” en el microondas. Son los últimos. Cuando cobre mi primer sueldo pienso llenar el congelador de pizza, canelones y lasaña. Va a hacer el agosto conmigo Giovanni Rana. Me hago gracia y enciendo la tele cuando consigo encontrar el mando. Suele atrincherarse debajo del cojín izquierdo del sofá. Antes de que pueda encontrarle el punto al volumen llaman a la puerta. Sé que es Laura.

-Pareces el Guadiana, hijo. –Saluda. Amablemente ella.
-Hola, de nuevo.
-No hay quien te vea. Desde que volvió Germán no has dado señales de vida.
-Tengo curro –digo en mi defensa.
-¿Y qué? ¿Curras todo el día y toda la noche? Un “hola” no ocupa demasiado. Mira: HOLA. Ea, ya tengo tiempo para todo lo que tengo que hacer hoy y no me he herniao.
-A ver, a ver, tranqui Laura. Todavía no ha llegado mi abogado –digo intentando sonreír.
-¿Tienes un cigarro? –como diciendo hola otra vez.
-Sí, claro –con escasa agilidad le doy un cigarro y el mechero. Lo enciende como si tuviese síndrome de abstinencia.
-Quería hablar contigo. Iba a decirte que no podemos seguir viéndonos… -Termina de hablar y vuelve a llover. Esta vez el agua cae de un cubo.
-Lo entiendo, es lógico.
-¿Es que eres amigo de Germán? –pregunta anunciando un giro en el diálogo.
-Pues no... Y ya sabes que no entiendo esa pregunta.
-No podemos vernos más porque han trasladado a Germán. Nos mudamos la semana que viene. Ya me dirás qué es lo lógico.
-Es lógico mudarse cuando te trasladan. –Sonaba mejor en mi cabeza.
-Vete a la mierda, rico.
-Joder, pues no preguntes. Perdooona. Es que yo qué sé, estaba claro que había una fecha de caducidad no muy lejana. En el fondo esto sólo es un acontecimiento que nos lo pone fácil.
-¿Nos veremos antes? –me pregunta arrastrando el polvo del mueble con un dedo.
-No vuelvo a librar hasta la semana que viene.
-¿Libras hoy? –me dice con cara de coartada.
-Sí
-Pásate después. –En sus ojos una orden y en su tono un deseo.
-No. Hoy es imposible. No puedo. –Sí puedo.

Antes de marcharse me dejó un beso de cloroformo en los labios. Su lengua me recorrió la boca en busca de defectos y cerró las puertas, la mía primero, la suya después, en un sobresaliente ejercicio de contrastes. La mía un click, la suya un siete en la Escala Ritcher
Claro que había pensado ya en no volver a verla. Siempre que pensaba en ella, pensaba en follar. No tiene nada de malo: las necesidades se sacian y aquí paz y después gloria, que decía mi madre. Pero no creo que ninguno de los dos nos necesitemos ya.
Es más que posible que en un par de días, a lo mejor dentro de unas horas, me lleve la contraria y vuelva a pensar en ella. En los suspiros al declamar sus labios en mi oreja, en sus piernas con vocación fascista, en el olor que se me queda encima cuando mi cuerpo es eficaz en el suyo… No sé con cuántas duchas frías lograré dejar de verla encima, agitándose como si no le cupiese más placer y sus vértebras fueran de látex . No serán pocas. La primera, muy a mi pesar, va a tener que ser ahora mismo. Espero que finalmente no nos corten el agua.

capítulo XVI

Joaquín corre de un lado a otro. Necesita una media de cuatro o cinco viajes para hacer cada cosa. Viene a la barra a por el croissant, lo lleva a la plancha, vuelve a por un plato, se va a vigilar el dulce alimento, lo emplata y lo entrega en barra. A veces se regala otro paseíto y tiene que volver a buscar los cubiertos. Calculo en uno de cada cuatro casos. Mientras atiendo a los clientes, paso las comandas a Joaquín y sirvo café como para desertizar Colombia en un par de semanas. Ha bastado media Colombia para que me haga con los mandos de la cafetería. Ayuda que mi compañero nunca haya estado en el redil que es este lado de la barra. Desde el principio el Jefe decidió que la responsabilidad cayese sobre mí. Más responsabilidad, mismo dinero. No estoy para nada de acuerdo, pero me gusta. Desde que llegué me siento importante por el simple hecho de trabajar, creo; pero que depositen en mí confianza hace más fuerte la sensación.
A veces me cronometro. Justo en frente hay un reloj enorme con forma de botella. Cuando entran dos personas miro la botella y salgo como un resorte. Carga rápida de café, coloco los dos vasos, activo la máquina; a la que los vasos se llenan dos azucarillos y dos cucharas en una mano, los dos platillos en la otra, los monto frente al cliente; detengo los cafés, los pongo sobre el plato, “¿caliente o templada, señores?, sirvo la leche. ¡Perfecto! Veintidós segundos y nuevo récord. “Perdona ¿me pones mejor sacarina?”. A tomar viento el récord. Un café con leche sólo es un café con leche. Yo pido un café con leche y la próxima vez que hablo con el camarero es para pagarle. Estos cafés, los de lo pido y me lo bebo no deberían costar lo mismo que otros. Acaba de entrar por la puerta mi ejemplo de “otros”.

-Buenos días ¿qué hay? –saluda amablemente, cosa que siempre se agradece de este lado.
-Buenos días ¿qué ponemos? –respondo con la sonrisa que se ha buscado.
-Un descafeinado, por favor –dice confirmando que la amabilidad es gratis.
-¿Con leche?
-Sí, pero pónmelo de máquina.
-Claro ¿en vaso en taza? –No es por tocar las narices, es precaución. Los daños colaterales son terribles. A veces hasta puede pasar que tengas que volver a hacer el café.
-¿Cómo son las tazas? –dice remedándome sin darse cuenta, quiero pensar.
-Así. –Le muestro los dos tamaños.
-Pues entonces en vaso.
-Vale, en vaso entonces. –Ambos nos confirmamos con una mueca que esta no es la más normal de las conversaciones. El pensamiento finaliza riéndonos.
Sirvo el café con el proceso habitual.
-¿Tienes leche desnatada?
-Sí, un segundito. –Paseíto por la cocina hasta el almacén, cartón de leche desnatada, falso abrefácil, verter la leche, calentar y servir.
-Que esté templadita, por favor.
-Templadita está caballero.
-Y ya si me das sacarina, lo hacemos perfecto.
-Pues ya que hemos llegado hasta aquí, no lo vamos a estropear ¿no? –Sirvo la sacarina y objetivo conseguido.

A lo mejor éste no, que el “jodío” es simpático además de educado, pero otro café de las mismas características tendría que valer… ponle un cincuenta por ciento más. A lo mejor se inventaron por eso las propinas, para cuando hay un exceso de mano de obra. Joaquín pasa por delante con una tostada y un croissant, se le caen los cubiertos, da los buenos días al tipo del café light, se pone colorado y vuelve a por los cubiertos. El tipo me mira, pide la cuenta, paga y se va sin dejar propina. Deja antes de salir un agradable “gracias” y correcto “buenos días”, suficiente. El bar se queda vacío por primera vez en toda la mañana. Son las doce y cuarto.

El personal de tarde llega a la una, salvo la cocinera. Somos una fauna variadita por aquí. Dos camareras para el salón que se encargan de dar las comidas: Una joven que curra allí para sacarse unas pelas y comprarse un coche; otra mayor que no tiene más remedio que currar para llevar un plato de comida a su casa todos los días. Un pinche de cocina y una cocinera: El primero es un tipo con la misma edad que Joaquín y yo; la segunda una gorda que entra a trabajar a las diez y prepara los menús sin dirigirnos apenas la palabra. Cuando todos han llegado, sobre la una y veinte porque la camarera joven no debe de tener reloj, Joaquín y yo nos sentamos a comer rápidamente, engullimos un café con hielo para que las prisas no nos hiervan la lengua y de nuevo a la barra. El tiempo de los menús se pasa volando. A eso de las dos todos corremos de un lado para otro con diferentes niveles de eficiencia. A las cuatro todo ha terminado.
Hoy los menús han pasado sin pena ni gloria. No ha habido el trabajo que hubo el resto de la semana que llevo aquí, pero el tiempo ha corrido más o menos a la misma velocidad. Cuando acaba el turno de mañana voy a los vestuarios y me visto de calle, echo un vistazo y una nariz a la camisa. Aguanta otro día. Al salir Joaquín siempre está sentado en la barra pimplándose un güisqui solo y doble.

-Pues ya pasó otro día –dice, como siempre.
-Sí, mañana más y mejor. –También digo siempre lo mismo.
-¿Te hace una copa antes de ir a casa? –Esto es nuevo.
-No, gracias, otro día tal vez. Llevo algo de prisa –miento.
-Como quieras, yo es que necesito un ratito antes de atreverme a ir a casa.
-Otro día, de verdad. Hasta mañana –me despido en voz alta.
-Hasta mañana –responden descompasados Joaquín y las camareras.

Hoy tengo que pasarme por La Galbana, le dije a Damián que lo haría para contarle cómo es el nuevo curro. Durante un segundo he pensado en decirle a Joaquín que se viniese. Su imagen encorvado sobre la barra y sorbiendo con prisa su copa me quita la idea de la cabeza. Subo por los pelos al metro, ya sonaba el silbato. Menos mal, si no habría tenido que esperar tres minutos, o más. A estas horas los vagones van casi vacíos, así que me permito el lujo de leer. La semana que viene ya me habré terminado “La conjura de los necios”. Cuando el protagonista se dispone a soltar una de sus paridas, alzo la vista, falta una estación para llegar a mi casa. Otro día sin pasar por La Galbana. Luego llamo a Damián. No, mejor me paso ya mañana. Si le digo que llevo una semana saltándome la parada no me va a creer. Iré mañana, es lo mejor. Quisiera escribir algo esta tarde y, si llego pronto, me da tiempo también de pasar la aspiradora.

capítulo XV

“Puede usted empezar mañana”. La tan ansiada frase no me ha producido la alegría que cabía esperar, pero sí tengo una agradable sensación. El trayecto es un poco largo. No me importaría si no fuese porque es a las siete de la mañana cuando tengo que estar allí. Nunca me han resultado problemáticos los madrugones, es sólo que hace demasiado tiempo que no los uso. Para no variar juego a las vidas y escucho música oculto en mi cabeza gacha. Voy a la Galbana a contárselo a Damián, creo que se alegrará tanto o más que yo. Tendremos que vernos menos, aunque desde lo de mamá sólo nos hemos visto tres veces contando su productiva visita a mi piso. Pienso en cómo contar lo del trabajo y cierto nerviosismo, aliñado con la impaciencia habitual, me perturba un poco. Dejo de escuchar la música y centro los ojos en la proyección mental de la escena. Un súper abrazo, unas cuantas sonrisas y bromas derrochando amistad, unos alegres botijos y resistencia guerrillera para rechazar la invitación de Damián a celebrarlo por la noche. Tengo que hacerlo. Vaya… Mañana empiezo a currar.
El kiosco me pide un poco de atención, el impulso metódico de comprar el País y el Marca no ha desaparecido del todo. No es molesto. Continúo sin contar los pasos y las vistas de La Galbana tienen algo distinto, como si el hielo hubiese perdido al presidente de su club de fans. Es el toldo, creo que ha cambiado el toldo. Satisfecho con mi capacidad de observación y mi sublime perspicacia, subo los escalones y aparezco despampanante. Damián está solo, una mesa con viejos jugando al mus es el único atrezo de compañía. Asoma la cabeza por la puerta de la cocina y alza el brazo. Está preparando con agilidad unos aperitivos. La velocidad a la que los prepara da la sensación de aforo completo.

-Qué pasa, tío –dice sin bajar las revoluciones.
-Pues mira, aquí para que no se te olvide mi cara –respondo sin gracia.
-Eso está bien ¿Quieres uno de estos? –señalando los canapés en los que trabaja.
-No tío, gracias. ¿Pamela? ¿Comprando?
-Estoy solo. Lleva unos días sin venir, está pachucha la pequeña.
-¿Pero está muy mala?
-Un resfriado mal llevado, ya casi está bien.
-Pues me alegro de que no sea nada –verdaderamente he sentido alivio-. ¿Y el camarero, tío? ¿No te echa una mano?
-No puede venir por las mañanas. Hace un curso de no sé qué, o eso dice.
-Coño, a lo mejor es verdad. Haberme llamado.
-No puedo pagar a nadie más.
-¿Tanto va bajando la cosa?
-De culo y cuesta abajo. Este el primer mes que de verdad he tenido que hacer malabares con las cuentas para que salgan medio bien –responde resignado y la cara se le pone color agobio.
-No sabía que iba tan mal…
-Bueno… a otra cosa tú, que bastantes vueltas le doy a la cabeza para encima cebarme hablando. ¿Tú qué?
-¡Mañana empiezo a currar! –Los problemas de Damián desaparecen y tomo mi posición en el centro del universo.
-Muy bien, tío. Me alegro. ¿Dónde?
Joder ¿y mi abrazo? ¿y mi botellín helado? ¿y la lucha sin cuartel por evitar salir esta noche para terminar saliendo? ¿Y el puñetero centro del mundo, si estaba aquí hace un momento?
-En el centro comercial de las afueras. En un bar de allí, para ser exactos.
-Guay, me alegro.
-Ya sé que te alegras.
-Claro, tío. Somos amigos.
-Ya. Es que lo has dicho dos veces.
-¿El qué? –pregunta terminando la bandeja de canapés y dándome el que antes rechacé.
-Que te alegras –digo con la boca llena.
-Porque me alegro mucho –tuerce la sonrisa como siempre y pasa a la barra-. ¿Botijito?
-No, una Coca-Cola ponme.
-Uys, que “fisno” el currante ¿te la pongo Light? –me pregunta con recochineo.
-Ponla normal, podré soportarlo.

A un lado de mi extravagante consumición, Damián, al otro, yo. Escucha y hablo. La hora a la que entro, cómo fue la entrevista, cuánto pagan, qué tal es el sitio, cómo me siento, otra vez cuánto pagan… Los viejos del mus abandonan el bar en manada, no sólo juntos, también ruidosos como una huída. Damián me sigue escuchando con atención soberana. Es raro. No sé si lo lógico, pero sí lo normal, es que me escuche a trozos y sea efusivo. Hoy todo lo contrario. En intercambio de papeles en la actitud de Damián es desconcertante. Aún así tengo el placer de ser escuchado. Escucharme yo es algo que suelo agradecer, pero la sensación de un oyente aliado tampoco es precisamente desagradable.

-Así que ya ves, otra vez vuelvo a ser un miembro productivo de la sociedad –digo.
-Te lo cambio, te regalo el bar y me quedo con tu curro –bromea.
-No exageres, hombre. Verás que sólo es un bache, ya subirá.
-Eso espero. Te veo contento, te va a sentar bien volver a activarte.
-No sé si me sentará bien activarme, pero la pasta te aseguro que sí.

Un par de grupos entran en el bar y Damián deja de prestarme atención. Le sigo con la mirada y me invaden las ganas de trabajar. Es verdad que estoy contento. Mañana a estas horas seré yo el que esté sirviendo cervezas. Tengo que revisar mi lista de chascarrillos y frases hechas de camarero, no me gusta demasiado utilizarlas pero los clientes suelen recibirlas bien y eso se reproduce en propinas. El bote es algo muy importante para un camarero, confirma que el trabajo está bien hecho y ayuda a pagar los vicios. Es un secreto que no solemos confesar: la pasta del bote suele ser un fondo de juerga.
Termino de un trago la Coca-Cola que, aguada y sin una burbuja, ahora sí parece Light. Reviso los bolsillos comprobando que lo llevo todo conmigo y encuentro una memoria flash. Recuerdo que me la guardé en el bolsillo hace un par de días, he guardado en ella el poemario para imprimirlo. No sé qué narices voy a hacer con él, tal vez haga caso a Damián y lo empiece a mandar a editoriales. ¿Por qué no? Con un par, lo peor que me puede pasar es que me quede como estoy. Además, no tengo que andarme ya con tantos miramientos con la pasta. Dentro de poco volveré a cobrar un sueldo que no venga del Estado. Sí, lo imprimiré antes de llegar a casa, creo que de camino hay un sitio de estos que hacen fotocopias ¿una copisteria? No sé, cómo se llame. La copistería es un buen nombre para un garito. Voy a hacer cinco copias. Qué coño, diez copias, voy a mandarlo a todos los sitios que se me ocurran. Yo publicando un libro y con trabajo estable… no suena nada mal.

-¡Tronco! –llamo a Damián-, que me piro.
-¿Ya? –me responde desde el otro extremo de la barra, donde una rubia le pone ojitos y tontea descaradamente. Él se deja-. Bueno, pues pásate mañana, o llámame y me cuentas.
-Eso está hecho, seguramente me pase a la vuelta. Tengo que pasar por aquí de todas formas en el metro.
-Vale mariquita. Y ya nos tomaremos unas copillas para celebrarlo ¿no?
-Hecho también.
-Pues lo dicho, hasta mañana, tío –dice acercándose y rubricando con un abrazo.
-Ah, que muy chulo el toldo –digo finalizando el abrazo y sonriendo sin motivo aparente.
-¿Qué toldo ni qué toldo?
-¿No es nuevo el toldo?
-¿Nuevo? Pues estoy yo para tirar el dinero en gilipolleces. Estás tú bueno, vete a que te revisen la vista antes de empezar a currar, a ver si le vas a poner cerveza a los niños. –Se ríe y vuelve al extremo donde la rubia le espera.
-Adiós Damián.
-Venga. Se bueno.

Al salir alzo la vista y miro el toldo: “Cafetería-cervecería La Galbana” en letras con la tipografía hortera y un color amarillo chillón. Yo este toldo no lo había visto en mi vida. Me alejo en dirección al metro, vuelvo a mirar atrás. Sigo pensando que La Galbana tiene algo diferente. Compruebo otra vez que la memoria flash está en su sitio, la saco y la miro como si pudiese leer su contenido. Paso ante un escaparate que me devuelve un reflejo con cinco años menos. Voy a imprimir un poemario y mañana empiezo a currar. Qué vida ésta.