capítulo XII

Es la primera vez que Damián viene a casa. Es extraño verlo fuera de su hábitat. Me ha traído unas birras y un tupper con paella para una semana. Enviaré mi agradecimiento a Pamela y la paella a la basura. Tiene su mérito seguir haciéndola tan salada después de tanto tiempo. En mi piso Damián pierde su agilidad habitual. No sabe dónde ponerse, cómo mirar, ni qué decir. Las frases hechas y la política de bar se quedan en La Galbana. Sé cuánto le incomoda sentirse ajeno. Ha venido vestido de camarero. La camisa está llena de churretes y un bolígrafo senil asoma del bolsillo como si investigara el extraño lugar al que lo han llevado. Dejo en la nevera las cervezas, Damián se queda con una y la destapa con su propio abridor. Es como esos polis viejos de las películas, siempre va armado.

-¿Y la tuya? –pregunta.
-No me apetece, tío. –Saco una botellita de agua fría.
-¿Agua? ¿Es qué tienes sed o qué?
-Ja ja ja, sí, es un concepto nuevo. Pero te lo explico en otro momento. –Damián es un experto provocando sonrisas. Involuntariamente casi siempre.
-Pues vale –dice sin entender mi risa-. Oye ¿cómo estás? –pregunta a bajo volumen.
Ya me dio el pésame por teléfono. Al entierro no vino y no he sabido nada de él desde entonces. Nunca cierra el bar. No lo hizo cuando enfermó su padre, ni cuando Pamela dio a luz. Tampoco en navidad ni en ninguna otra fecha de esas a las que él llama chorradas.
-Estoy bien. Todo lo bien que se puede estar.
-Ya –asiente-.
-Después del entierro me rompí. Todavía estoy asimilando.
-Perdona que no…
-¡Venga ya, Damián! No pasa nada. Nos conocemos desde hace mucho. No me tienes que demostrar nada y menos disculparte.

Damián se alivia. Traía cierto miedo al reproche. Nunca le he reprochado nada, pero tampoco había sucedido algo parecido. Me alegra comprobar que no tengo la necesidad de eyacular mi rabia contra nadie. La verdad es que ni había pensado en él hasta hoy. Ha pasado una semana y no he pensado más que en mí y en Verónica los dos días que ha estado por aquí. Damián es una toma de contacto primaria con el exterior. Mierda, mi padre. Tengo que llamar a papá. Tengo mucho que hacer. La espalda comienza a soportar el peso de la realidad, me asustan un poco todas las obligaciones que me van viniendo a la cabeza. No me asusta afrontarlas sino la pereza que me producen.

-¿Qué has hecho estos días? –pregunta Damián rompiendo un silencio que no sabría cuantificar.
-Leer, me he leído tres libros –señalo con la vista tres ejemplares desordenados en la ex mesa del teléfono- y escribir bastante. En una semana habré terminado mi libro.
-¿Lo de los poemas, dices? –Damián nunca ha creído que fuese a terminar el libro. No le puedo culpar. Yo tampoco hubiera apostado un duro por mí.
-Lo que no sé es qué voy a hacer después. Si tuviera pelas lo publicaba.
-Mándalo a editoriales, lo mismo suena la flauta –dice el muy inocente.
-Claaaaaaro, cómo no se me había ocurrido antes. Voy a ponerme ya a pensar en qué gastar los beneficios.
-Vale, hombre, vale. Me doy por entendido.
-Perdona, hace ya varios días que la sutileza no es mi fuerte. –De hecho creo que ha cogido carrerilla y ha saltado por la terraza. Espero que se haya acordado del paracaídas.
-No pasa nada, ya sabes que para estas cosas no soy muy listo.
-¿Otra cervecita? –pregunto rechazando la actual conversación.
-Si te tomas una conmigo…
-Venga, hecho. –Lo cierto es que verle engullir la suya me ha producido una envidia tremenda.

En poco más de cuarenta minutos nos hemos terminado el pack de Mahou Cinco Estrellas. Ambos miramos en silencio la televisión. Un programa de esos en los que la gente estrella sus penas contra los televidentes sin escrúpulo alguno. El patetismo es bastante pegajoso, uno termina sintiendo lástima de sí mismo por encontrarse estampado en el sofá prestando atención a las cómicas tragedias de freaks y jubiladas. Al menos nos reímos. Esa risa sirve para sacudirse la caspa y fingir que no somos parte del teatro. Lo vemos para reírnos de ellos, se supone. Si una cámara nos enfocase a nosotros el bucle sería interminable.

-Lo de esta gente no tiene nombre ¿no tienen lavadora en casa? Hacen el ridículo llevando a la tele su colada –acierta Damián con ironía impropia de él.
-¿Cómo está tu “family”? –oso preguntar. Sé que no tiene ni puta gana de hablar de eso.
-Bien… Unos cabrones están hechos mis chavales, hacen lo que les da la gana.
-¿Y Pamela? –No entiendo muy bien este afán mío por trasladar el reality a mi salón; pero no puedo evitarlo.
-Como siempre. –Su cara se transforma en un puchero. Los ojos parecen dos orquillas sujetándole las facciones.
-¿Mal?
-Sólo conmigo. Ella está bien. Tío, sólo he venido a verte.
-Perdona.

El silencio vuelve a instaurarse entre nosotros. Damián ya parece sentirse a gusto. Se ha hecho con el control del mando a distancia y deambula por los canales de forma caótica. Yo hago lo propio con mis pensamientos, la cerveza trae a flote el malestar que parecía haberse ahogado en los primeros tragos. En mamá no pienso, la tengo ya instalada como inquilina en mi sesera. De ahí no se mueve. Caigo en que no he ido a la entrevista de trabajo, la primera en meses, en que no he tenido la puta delicadeza de llamar a mi padre, en los dos polvos lastimeros que me ha echado Verónica y en la excesiva calma que demuestro recluido en un piso en el que la mierda se empieza a amotinar a modo de pelusa. Pienso también en qué cojones voy a comer hasta que me vuelvan a ingresar las pelas del paro. Este mes ha estado lleno de excesos, por lo visto.

-Voy a irme ya. No quiero que el camarero esté mucho tiempo solo –dice poniéndose en pie y hurgándose uno de los bolsillos traseros del pantalón.
-Vale, yo debería limpiar un poco. Creo que las pelusas se empiezan a hacer fuertes bajo el sofá.
Damián saca un sobre amarillo de su pantalón. Juraría que las manchas del sobre tienen el mismo sabor que las de su camisa.
-Toma. Pronto es tu cumpleaños y no soy muy bueno con los regalos.
-¿Qué coño es esto? –Abro el sobre y trescientos euros se me posan en las pupilas-. No me jodas, tío. Ya haces bastante por mí…
-Es un puto regalo, joder. No seas tan orgulloso. No pienso venir todos los días a traerte paella. –Se ríe y me atiza una cariñosa colleja.
-Visto así voy a tener que aceptarlo. Si vuelves a traerme paella te echo de aquí a patadas.
-Le diré a Pamela que te ha encantado su detalle.
-No se te olvide –digo respondiendo a sus muecas humorísticas.

Como dos novios que no van a verse en unos días, nos abrazamos delante de la puerta. Él me dice que me cuide apretando con más fuerza en la parte final del abrazo. Yo le doy las gracias con palabras y reduzco de inmediato una lágrima que amenaza con darse a conocer.

-Pásate pronto por allí –me dice alejándose escalera abajo.
-Lo haré. Ese bar tuyo no puede mantenerse sin mi aportación, qué lo sé yo.
-Por eso lo digo, tengo que cuidar el negocio –y lanza un adiós que me llega rebotando.
-Adiós ¡Gracias!

Apago la televisión y pongo un disco de Jamiroquai. Rescato del armario de la cocina el cepillo y el recogedor. Pongo una lavadora. Aparto las botellas vacías de cerveza para el reciclaje. Hago una lista económica de la compra. Vuelvo a pensar en llamar a mi padre. Mañana, me dice una voz desganada y sin zapatos dentro de mi cabeza. Desembalo los trescientos euros y pongo mente en polvorosa hacía lo que debo hacer. No lo tengo muy claro pero parece renovarme una extraña energía. Mis células lo celebran. Descubro una camisa limpia y un pantalón que puede dar el pego. Decido olvidarme en casa el móvil y salgo. Hace meses que no doy un paseo porque sí. Al principio desconfío, pero mis pasos coordinan con fidelidad. El sol parece un huevo frito y descubro la temperatura como una guarnición perfecta. Y camino, hacia ninguna parte pero camino. A salvo y solo. Anónimo.

capítulo XI

La ambulancia llegó a tiempo a casa de mis padres, pero no al hospital. Todo lo que sé es que ella estaba preparando pescado, como todos los miércoles, cuando su corazón perdió los frenos. Papá me llamó desde el hospital. Un leve sollozo y dos frases como dos témpanos que me volvieron sobrio de una ostia: “Ven al hospital. Tu madre ha tenido un infarto”. No me maté por el camino porque su llamada desde la recepción de la clínica omitió el trágico dato final. Yo tampoco lo pensé. La única imagen que lograba enfocar era la de mi madre tumbada y cableada, un médico soltando tecnicismos y a mi padre clavándome la culpa expelida desde sus ojos. Pero la película era otra. Papá me abrazó como no lo hacía desde que era un niño y dejó en mi camiseta las lágrimas de toda una vida. Después de mirarme fijamente volvió a caer sobre mí, sentí en mi hombro el salado caudal que arriaba su alma. Creo que decidió llorar también por mí. Mis ojos estaban rojos y divididos en cientos de trizas, pero secos como el Kalahari.


Papá va en el asiento delantero. En la parte de atrás Verónica duerme y yo miro el paisaje. Los tópicos líricos me retumban en la cabeza. La ciudad es gris, el sol un oxidante… Metal, asfalto, fantasmas y gente mecanizada que parece reírse por dentro. Todo me produce un asco que el estómago demuestra retorciéndose. Los antebrazos se me tensan hasta doler y respiro una incomodidad espesa que mis pulmones intentan asimilar sin conseguirlo. Papá sólo ha hablado para dar la dirección al taxista; tampoco ha dicho nada durante el entierro. Ni siquiera ha podido llorar. Sus ojos son ahora de un transparente aterrador, parece que el llanto con el que ha regado estos dos últimos días se hubiera ido llevando poco a poco sus pupilas. Estamos a un par de calles del destino y no puedo contenerme más. Una arcada me atraviesa el tórax a velocidad de crucero y el quejido despierta a Verónica. Ordena al taxi que se detenga, abre la puerta con agilidad y me sostiene por la cintura mientras mis tripas se purifican con la desagradable estrategia del vómito.
La puerta del copiloto se abre.

-Déjeme aquí –dice mi padre al taxista y paga su parte del trayecto.
Verónica me acerca un clínex, mis manos no logran coordinarse y tiene que limpiarme ella la boca para que pueda dirigirme a mi padre.
-No puedo quedarme contigo, papá. No puedo subir a casa.
-Lo sé, descansa un poco. Ya hablaremos –responde haciendo una mueca cubista.
-¿Estarás bien?
- No.
-No puedo subir a casa…
Se acerca y me sostiene la cabeza con una dulzura que me hace temblar primero y relajarme después.
-Vete, duerme y no te preocupes por nada. Esta noche no va a ser fácil para ninguno. Pero yo al menos no necesito nada. –Me besa en la frente y se aleja despacio. Nunca le vi caminar con la cabeza tan cerca del suelo.

Los veinticinco minutos siguientes hasta mi piso pasan por mi cabeza como un instante minúsculo. Verónica no ha soltado mi mano en todo este tiempo. El taxímetro marca veintisiete euros que ella paga mientras me enciendo un cigarro en el portal. Sólo espero no cruzarme con nadie. Después de liquidar la deuda con en taxista viene hacía mí y me quita el cigarro, da dos caladas intensas y lo apaga.

-Fumas mucho –me recrimina con cariño-. ¿Quieres que me quede contigo esta noche?
-Tendrás cosas que hacer, no te preocupes. Sabré apañármelas.
-De nueva parada a experto parado: puedo y quiero quedarme contigo –dice elevando una mirada deslumbrantemente blanca.
-Gracias.
-Con una condición…
-No me jodas Vero.
-Tienes que comer algo o te va a dar un chungo. No voy a dejar que hoy también te alimentes a base de nicotina.
-Bueno… que ya veremos. No tengo ganas de tomar nada –respondí dando largas a la conversación. Ella tomó mi respuesta como un “sí” y subimos las escaleras. Ella delante con mis llaves en la mano.

Caí a plomo en el sofá y encendí la televisión. Ella cogió los abrigos y los colgó dentro del armario. Después de pasar el cepillo al salón y quitar el polvo a la mesa se fue a la cocina. Creo que también ha bajado el volumen de la tele. Ahora además de no estar mirándola tampoco puedo oírla. No todos mis sentidos están muertos, huelo lo que está cocinando aunque no lo sé identificar. El aroma me molesta, ni quiero comer nada ni estoy habituado a que cocinen para mí si no son Damián o mi madre quienes lo hacen. Mamá hacía estupendamente la paella y las albóndigas. Las albóndigas las acompañaba con una salsa de nata y trufas que nunca quise aprender a hacer. De alguna manera seguir dependiendo de ella en algún sentido me hacía sentirla más cerca. Puede que la última vez que la dejé tirada un domingo me hubiera preparado sus deliciosas albóndigas. Puede que le hubiese gustado que aprendiese a hacerlas y la invitara a ella y a papá a comer algún día. Puede que no supiera cuanto la quiero. Puede que no la haya querido lo suficiente nunca y le haya ido jodiendo el corazón poco a poco. Puede que papá no vuelva a querer saber nada de mí. Puede que me merezca ir quedándome solo hasta que ni yo mismo sea capaz de soportarme.
Poco a poco me voy quedando dormido sumergido en los pensamientos. De vez en cuando algún recuerdo intenta ahogarme y me despierto a respirar. Entonces huelo de nuevo a Verónica cocinando y el ciclo vuelve a empezar.
Por enésima vez me despierto sobresaltado. Del espasmo he golpeado la mesita que hay junto al sofá y el teléfono fijo se ha reventado contra el suelo. Siento que los ojos se me van encharcando como si de pronto la pena hubiera decidido inyectarse en ellos. La sal me recorre la cara carraspeando. Pronto las lágrimas comienzan a sufrir de gigantismo y obvian el trámite de las mejillas precipitándose sin intermediarios al abismo. Verónica ha debido oírlas gritar cuando saltaban y aparece agitada en el salón. Se sienta junto a mí y me besa rescatando con su boca todas las lágrimas posibles.

Tras dos horas llorando como un niño sin cumpleaños logro acallar los estrepitosos jadeos. Siento una especie de mascarilla que me cuartea el rostro. Me duele la cara al gesticular y descubro que los pulmones también pueden sentir agujetas. Verónica sujeta con dos dedos mi barbilla y consigue hacer que la mire a los ojos. Su cara tiene la misma mascarilla que la mía y aunque no puedo ver mis ojos, sé que los suyos son un reflejo exacto de los míos. Ahora soy yo quien la beso. Los labios nos crujen y la saliva y la sal han formado un líquido nuevo de sabor largo y seco.
Huele a quemado en la cocina. Verónica se levanta y da una patada al teléfono. Se agacha a recogerlo.

-Déjalo ahí –digo con una voz perezosa a la que le cuesta cruzar la barrera de mis dientes.
-¿Qué?
-Que lo dejes donde está. –Y arranco el cable de la pared
-¿Pero por qué?
-No creo que lo entendieras.
-Inténtalo –dijo volviéndose a sentar.
-Mi teléfono fijo ha decidido suicidarse.
Asiente con una sutil dosis de empatía, me deja una caricia en la espalda y se va a evitar que la cocina salga ardiendo.

Creo comprender lo último que mi padre me dijo. Vuelvo a pensar en mamá y no lloro. La veo sentada en su sillón de hacer punto preguntándome cómo estoy. Y con los ojos me dice que sabe cuánto la quiero. Me obliga a besarla tres veces en las mejillas como cuando era niño y me vacía en el oído, por última vez, su copla favorita: “Te quiero más que a mi vida…”

Verónica vuelve al salón con un trozo de carbón, que antes era carne, sobre el plato. Mi boca y la suya tienen una primicia. Parece ser que estamos a punto de compartir la primera sonrisa en los dos días más largos del mundo.

capítulo X

-¿Pero te la has tirado o no?
-Que sí “pesao”, ¿qué te acabo de decir? –contesto mientras se va a atender a un nuevo cliente.
-Pues muy bien, eso es lo que tienes que hacer –dice Damián desde el grifo de cerveza-. Oye, esta mañana trajiste el As en lugar del Marca. –Hablar con Damián es una montaña rusa de conversaciones.
-Otra vez… que sí Damián, que sí. Que el Marca estaba agotado coño. Tres veces van ya con esta.
-Bueno hombre, usted perdone –contesta y me da una pequeña colleja con cariño-. Es que esta mañana llegaste más tarde y a esa hora ya es jodido que queden periódicos.
-He estado en el paro y me vine para aquí en cuanto terminé.
-¡Es verdad! Tenías que ir al paro ¿Pero eso no era ayer? –Damián parece no hacer caso pero se queda con casi todo. Otra gran virtud para un camarero.
-Sí, pero me faltaba una cosa y he tenido que volver hoy.
-¡Qué novedad! –ríe y sirve una copa para mí y otra para él.
-Bueno pero ya está todo. La semana que viene tengo una entrevista de trabajo en un restaurante del polígono.
-Cojonudo entonces, por lo menos te han encontrado algo.
-Irá mucha más gente, sólo es una entrevista. Ya veremos si me llaman. ¿Qué güisqui me has puesto?
-White Label. ¿Cómo es en la cama?
-Depende de cuántos me tome…
-Tú vecina, imbécil –dice y bebe medio vaso de White Label de un trago.
-Ya lo sé. –Pongo su güisqui junto al mío, comparo-. Vaya ritmo que llevas, como sigas así te vas a ir moco a casa. Luego te echa la bronca Pamela y le dirás que es mi culpa.
-Que sí, que sí; ¿Qué como se lo monta tu vecina en la cama?
-Se llama Laura. No lo sé, pero en el sofá es una loba hambrienta -respondo con ese aire orgulloso que tenemos los hombres a la hora de hablar de nuestros trofeos.
-Dejarías el pabellón bien alto ¿no? –Se ríe como si supiese que le voy a mentir.
-Pues claro, chaval ¿con quién te crees que estás hablando? –Efectivamente miento. Miro a los ojos de Damián mientras hablo. Ha colado.

En diez minutos La Galbana se pone hasta arriba. Gente de todo tipo. Creo que la edad recomendada es desde los dieciocho hasta los noventa y nueve. Damián corre de un lado a otro con eficiencia, de vez en cuando me sonríe o bromea. No le gusta verme solo. El camarero al que he sustituido algunos lunes hace lo que puede. Me pone otra copa, se lo ha dicho Damián, y me apunta en su libreta. Muy avispado no es. Llevo meses viniendo aquí y nunca le he pagado. No sé qué datos le llevan a pensar que hoy va a ser distinto. Desde luego no será por los cuatro euros que llevo en el bolsillo y que estoy a punto de eliminar de mi haber comprando tabaco. Llevo un rato queriendo sacar un paquete de Fortuna, me lo impide la pereza de cruzar el bar reventado de personas. Por fin me armo de valor y atravieso el bar creando un pasillo a base de paciencia y codazos. Joder qué caro está el tabaco. Lo pienso cada vez que compro. Cada vez fumo más. Cuando vuelvo a mi rincón veo a Sergio.
Sergio es un tipo enorme a lo alto y a lo ancho. Tiene un par de años más que yo y cuando habla adopta la actitud de saberlo todo. No es mal tío, más de una vez hemos compartido una cerveza con Damián aquí, en La Carola y algún que otro sitio. Está con dos chicas, más jóvenes que nosotros. Enciendo el intermitente y me voy hacia él. A Damián no le gusta verme solo y Sergio está con mujeres. Dos pájaros de un tiro. Entre el güisqui y las imágenes de Laura que he recordado al hablar con Damián me he calentado un poco.

-¡Qué pasa tío! –rebuzna Sergio sin que aún haya llegado hasta él.
Llego y me abraza. No me sorprende, su borrachera huele desde la otra punta del bar. Pido al camarero que me acerque la copa que he dejado a medias. De cerca las dos chicas ganan, definitivamente me quedo aquí.
-Mira Víctor, te presento a Silvia y Ahinoa. Son dos buenas amigas mías –dice sonriendo de lado e intentando sin éxito guiñar un ojo-. Aquí donde le veis es escritor, por eso no tiene un duro –ríe con estruendo-. No pasa nada tío, hoy corre de mi cuenta todo. Ayer fue mi cumpleaños, lo estoy celebrando todavía. ¡Pon otra ronda! –grita y Damián escucha. Procedo a liquidar mi White Label de un trago. Viene otra ronda gratis y tengo que engancharme al ritmo. Las chicas beben ron con naranja. La más bajita está realmente buena y muestra más ebriedad que su amiga, a la que Sergio aprieta por la cintura. Parece que a ella no le molesta. Tal vez mañana con la resaca lo vea de otra manera.
-¿Qué tomas tú, tío? –me pregunta.
-Jack Daniels. –Ha dicho qué tomo, no qué estoy tomando.
-Joder con el escritor. Venga va, otro para mí. Aunque mezclar esto es pecado ¿sabes?
-No va a ser eso lo primero de la lista cuando vaya al infierno. El mío con Coca Cola.
Sergio se va a trompicones hacia la barra. No pongo la mano en el fuego por que las cuatro copas lleguen intactas. Me quedo a solas con las dos chicas. Rasco mi frente con nerviosismo y la sudoración me advierte de que debo tranquilizarme. Hago un esfuerzo por vocalizar y expeler una frase correctamente construida:

-¿También lleváis celebrando desde ayer? –Éxito, la frase es comprensible, aunque me he excedido con el volumen.
-Así que escritor ¿Qué escribes? –dice la bajita, a la que en su casa llaman Silvia.
-No, nos hemos encontrado con Sergio aquí hace un rato –responde la otra. Una gran virtud esa de responder a las preguntas.
-Ah, ya –mirando a Ahinoa-. No soy escritor –respondo a Silvia- soy camarero. Escribir es una afición como cualquier otra, no soy muy bueno.
-Buah. Bueno ¿pero qué escribes?
-Poesía. –Me empiezo a sentir incómodo.
-Anda – sonríe y se me acerca- recítame algo, poeta.
Sergio irrumpe como un hipopótamo cojo y nos separa de un empujón involuntario. Da sus copas de ron a las dos chicas. Desaparece haciendo ruido y vuelve con los dos Jack Daniels. También se ha pedido el suyo con Coca-Cola. Bebo de mi copa con la vista perdida. Intento que no conversen conmigo durante unos minutos. Necesito un respiro. No es difícil que no me presten atención. Sergio fantasmea a voces. Está contando una historia sobre cómo le partió los dientes a un tipo que andaba molestando a una amiga suya. Una escucha con atención y cierta admiración reprochable; la otra hace lo propio, pero por compromiso y sin admiración.

-Tío, vente para acá, Estás en las nubes joder. Vamos a brindar ¡Por las mujeres guapas! –Brindamos.- ¿Has visto que bien me sé acompañar? ¿A qué están buenas? –Ahinoa le da un codazo para que se calle y Silvia, que antes escuchaba con admiración, me mira y se sonroja.
-Sí, sí, están muy bien. Desde luego si te quejas por la compañía es que estás tonto. A no ser que te quejes de mí. –Él se ríe y Silvia bebe con timidez pequeños sorbos de ron. La otra mira la televisión y baila leve y arrítmicamente.
-No te creas –dice Sergio- con un par de estos hasta tú me gustas. Ándate con ojo.
Silvia ha vuelto a aproximarse. No me he dado cuenta hasta que me ha rozado su brazo. Damián me llama sosteniendo un aperitivo de patatas chip en una cestilla. Voy.

-Esa está hecha, tío. No seas tonto y quita esa cara de gilipollas que con nada que hagas esta noche triunfas. –Antes de que pueda responder suena un ruido de cristales. Damián huye a limpiar el estropicio y le regala su atención al borracho culpable de la reducción de vajilla.
-Gracias por el aperitivo, estás muy generoso. –Damián me ignora.
Vuelvo a Silvia. Los otros dos individuos tontean descaradamente. Se me caen las patatas. Suelto la cesta en una mesa mientras hago crujir el aperitivo con los pies. Tengo que romper el ridículo.

-Si quieres otro día quedamos y te leo algún poema. A lo mejor hasta termino escribiendo uno para ti. –Ha sonado tan cutre y cursi como si le hubiera regalado una rosa de un euro. Por suerte es más su instinto que su razón y se acerca más a mí. Los ojos se le han vuelto enormes. Los míos viajan a intervalos entre los suyos y el escote.
-Ahora nos vamos a ir a casa de Ahinoa ¿sabes? Sus padres no están y tenemos maría. Hemos comprado un par de botellas y vamos a estar allí toda la noche. –Su mano está en mi espalda. Yo no sé qué hacer con las mías. Enciendo un cigarro para mantenerlas ocupadas.
-Ah, bueno ¿pero os vais a quedar aquí un rato más?
-Me parece que no mucho. -¿Cómo es posible que esté más cerca cada vez que habla?
-Bueno, pues ya otro día…
-Vente con nosotros, poeta. A lo mejor te sorprendo y soy yo quien te escribe un poema a ti. –Me toca el culo, me da su copa y se marcha al servicio sin más palabras.

Tres Jack Daniels más tarde Silvia incrusta su lengua en mi campanilla. A Sergio sólo le falta quitarle la ropa a Ahinoa para que esto se convierta en una película porno casera y Damián, que tiene los ojos como si hubiera tomado el doble de copas que yo, nos mira partido de la risa. Por fin Sergio da la orden de retirada. Mis manos ya no necesitan el tabaco para entretenerse y todo está nublado. Ya no pienso en nada más que en follar. Estoy completamente integrado en el cuarteto. Apuramos los vasos. El alcohol no lo regalan. Al menos a ellos no.

-Venga, vamos a mí casa –chilla Ahinoa tambaleándose con Sergio de la mano.
Silvia hace lo propio conmigo.
-Nos lo vamos a pasar de muerte –me dice al oído y vuelve a explorarme la boca milimétricamente con su lengua.

Salimos de La Galbana sin despedirnos de Damián. El aire me entra de sopetón en los pulmones. Siento un enorme alivio y una gran inyección de energía. Me estiro la camiseta todo lo que puedo. Aunque sé que Silvia ya se ha fijado me da vergüenza no ser capaz de controlar mi erección.

-Vamos en mi coche –creo que ha dicho Sergio, apenas se le entiende.
La melodía hortera de mi móvil nos interrumpe.
-Uy uy uy ¿ya te están controlando? –dice una de las dos.
Nunca recibo llamadas a estas horas. Saco mi móvil. Consigo ponerlo del derecho. Enfoco la pantalla como puedo. Número privado.
-¿Diga?