capítulo XI

La ambulancia llegó a tiempo a casa de mis padres, pero no al hospital. Todo lo que sé es que ella estaba preparando pescado, como todos los miércoles, cuando su corazón perdió los frenos. Papá me llamó desde el hospital. Un leve sollozo y dos frases como dos témpanos que me volvieron sobrio de una ostia: “Ven al hospital. Tu madre ha tenido un infarto”. No me maté por el camino porque su llamada desde la recepción de la clínica omitió el trágico dato final. Yo tampoco lo pensé. La única imagen que lograba enfocar era la de mi madre tumbada y cableada, un médico soltando tecnicismos y a mi padre clavándome la culpa expelida desde sus ojos. Pero la película era otra. Papá me abrazó como no lo hacía desde que era un niño y dejó en mi camiseta las lágrimas de toda una vida. Después de mirarme fijamente volvió a caer sobre mí, sentí en mi hombro el salado caudal que arriaba su alma. Creo que decidió llorar también por mí. Mis ojos estaban rojos y divididos en cientos de trizas, pero secos como el Kalahari.


Papá va en el asiento delantero. En la parte de atrás Verónica duerme y yo miro el paisaje. Los tópicos líricos me retumban en la cabeza. La ciudad es gris, el sol un oxidante… Metal, asfalto, fantasmas y gente mecanizada que parece reírse por dentro. Todo me produce un asco que el estómago demuestra retorciéndose. Los antebrazos se me tensan hasta doler y respiro una incomodidad espesa que mis pulmones intentan asimilar sin conseguirlo. Papá sólo ha hablado para dar la dirección al taxista; tampoco ha dicho nada durante el entierro. Ni siquiera ha podido llorar. Sus ojos son ahora de un transparente aterrador, parece que el llanto con el que ha regado estos dos últimos días se hubiera ido llevando poco a poco sus pupilas. Estamos a un par de calles del destino y no puedo contenerme más. Una arcada me atraviesa el tórax a velocidad de crucero y el quejido despierta a Verónica. Ordena al taxi que se detenga, abre la puerta con agilidad y me sostiene por la cintura mientras mis tripas se purifican con la desagradable estrategia del vómito.
La puerta del copiloto se abre.

-Déjeme aquí –dice mi padre al taxista y paga su parte del trayecto.
Verónica me acerca un clínex, mis manos no logran coordinarse y tiene que limpiarme ella la boca para que pueda dirigirme a mi padre.
-No puedo quedarme contigo, papá. No puedo subir a casa.
-Lo sé, descansa un poco. Ya hablaremos –responde haciendo una mueca cubista.
-¿Estarás bien?
- No.
-No puedo subir a casa…
Se acerca y me sostiene la cabeza con una dulzura que me hace temblar primero y relajarme después.
-Vete, duerme y no te preocupes por nada. Esta noche no va a ser fácil para ninguno. Pero yo al menos no necesito nada. –Me besa en la frente y se aleja despacio. Nunca le vi caminar con la cabeza tan cerca del suelo.

Los veinticinco minutos siguientes hasta mi piso pasan por mi cabeza como un instante minúsculo. Verónica no ha soltado mi mano en todo este tiempo. El taxímetro marca veintisiete euros que ella paga mientras me enciendo un cigarro en el portal. Sólo espero no cruzarme con nadie. Después de liquidar la deuda con en taxista viene hacía mí y me quita el cigarro, da dos caladas intensas y lo apaga.

-Fumas mucho –me recrimina con cariño-. ¿Quieres que me quede contigo esta noche?
-Tendrás cosas que hacer, no te preocupes. Sabré apañármelas.
-De nueva parada a experto parado: puedo y quiero quedarme contigo –dice elevando una mirada deslumbrantemente blanca.
-Gracias.
-Con una condición…
-No me jodas Vero.
-Tienes que comer algo o te va a dar un chungo. No voy a dejar que hoy también te alimentes a base de nicotina.
-Bueno… que ya veremos. No tengo ganas de tomar nada –respondí dando largas a la conversación. Ella tomó mi respuesta como un “sí” y subimos las escaleras. Ella delante con mis llaves en la mano.

Caí a plomo en el sofá y encendí la televisión. Ella cogió los abrigos y los colgó dentro del armario. Después de pasar el cepillo al salón y quitar el polvo a la mesa se fue a la cocina. Creo que también ha bajado el volumen de la tele. Ahora además de no estar mirándola tampoco puedo oírla. No todos mis sentidos están muertos, huelo lo que está cocinando aunque no lo sé identificar. El aroma me molesta, ni quiero comer nada ni estoy habituado a que cocinen para mí si no son Damián o mi madre quienes lo hacen. Mamá hacía estupendamente la paella y las albóndigas. Las albóndigas las acompañaba con una salsa de nata y trufas que nunca quise aprender a hacer. De alguna manera seguir dependiendo de ella en algún sentido me hacía sentirla más cerca. Puede que la última vez que la dejé tirada un domingo me hubiera preparado sus deliciosas albóndigas. Puede que le hubiese gustado que aprendiese a hacerlas y la invitara a ella y a papá a comer algún día. Puede que no supiera cuanto la quiero. Puede que no la haya querido lo suficiente nunca y le haya ido jodiendo el corazón poco a poco. Puede que papá no vuelva a querer saber nada de mí. Puede que me merezca ir quedándome solo hasta que ni yo mismo sea capaz de soportarme.
Poco a poco me voy quedando dormido sumergido en los pensamientos. De vez en cuando algún recuerdo intenta ahogarme y me despierto a respirar. Entonces huelo de nuevo a Verónica cocinando y el ciclo vuelve a empezar.
Por enésima vez me despierto sobresaltado. Del espasmo he golpeado la mesita que hay junto al sofá y el teléfono fijo se ha reventado contra el suelo. Siento que los ojos se me van encharcando como si de pronto la pena hubiera decidido inyectarse en ellos. La sal me recorre la cara carraspeando. Pronto las lágrimas comienzan a sufrir de gigantismo y obvian el trámite de las mejillas precipitándose sin intermediarios al abismo. Verónica ha debido oírlas gritar cuando saltaban y aparece agitada en el salón. Se sienta junto a mí y me besa rescatando con su boca todas las lágrimas posibles.

Tras dos horas llorando como un niño sin cumpleaños logro acallar los estrepitosos jadeos. Siento una especie de mascarilla que me cuartea el rostro. Me duele la cara al gesticular y descubro que los pulmones también pueden sentir agujetas. Verónica sujeta con dos dedos mi barbilla y consigue hacer que la mire a los ojos. Su cara tiene la misma mascarilla que la mía y aunque no puedo ver mis ojos, sé que los suyos son un reflejo exacto de los míos. Ahora soy yo quien la beso. Los labios nos crujen y la saliva y la sal han formado un líquido nuevo de sabor largo y seco.
Huele a quemado en la cocina. Verónica se levanta y da una patada al teléfono. Se agacha a recogerlo.

-Déjalo ahí –digo con una voz perezosa a la que le cuesta cruzar la barrera de mis dientes.
-¿Qué?
-Que lo dejes donde está. –Y arranco el cable de la pared
-¿Pero por qué?
-No creo que lo entendieras.
-Inténtalo –dijo volviéndose a sentar.
-Mi teléfono fijo ha decidido suicidarse.
Asiente con una sutil dosis de empatía, me deja una caricia en la espalda y se va a evitar que la cocina salga ardiendo.

Creo comprender lo último que mi padre me dijo. Vuelvo a pensar en mamá y no lloro. La veo sentada en su sillón de hacer punto preguntándome cómo estoy. Y con los ojos me dice que sabe cuánto la quiero. Me obliga a besarla tres veces en las mejillas como cuando era niño y me vacía en el oído, por última vez, su copla favorita: “Te quiero más que a mi vida…”

Verónica vuelve al salón con un trozo de carbón, que antes era carne, sobre el plato. Mi boca y la suya tienen una primicia. Parece ser que estamos a punto de compartir la primera sonrisa en los dos días más largos del mundo.

9 comentarios:

  1. la muerte, como la vida misma

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  2. Mi querido Antolín, esta vez el capítulo me ha rozado el sentimiento. Anoto aquí las frases que podría ser, por sí solas, unos poemas o buenos títulos para un puñado de versos…:

    -Papá me abrazó como no lo hacía desde que era un niño y dejó en mi camiseta las lágrimas de toda una vida.

    -Estamos a un par de calles del destino y no puedo contenerme más.

    -Nunca le vi caminar con la cabeza tan cerca del suelo.


    -Pronto las lágrimas comienzan a sufrir de gigantismo y obvian ( va sin acento) el trámite de las mejillas precipitándose sin intermediarios al abismo


    -Parece ser que estamos a punto de compartir la primera sonrisa en los dos días más largos del mundo.


    Esta retahíla de “puede que… “son gloriosos:

    Puede que ... Puede que le hubiese gustado … Puede que no supiera cuanto la quiero. Puede que no la haya querido lo suficiente nunca y le haya ido jodiendo el corazón poco a poco. Puede que papá no vuelva a ... Puede que me merezca ir quedándome solo hasta que ni yo mismo sea capaz de soportarme.

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  3. joder... como nos haces bailar. 1 dia un poco de placer y otro un poco de sufrimiento casi desesperanzador. asi no hay quien se desenganche.
    prefiero seguir siendo anonimo. agradece a tus colegas la difusion.

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  4. Así de desgarradora se nos suele mostrar la vida. Por degracia no tiene por costumbre avisar. Muchas gracias por leer y dejar vuestra huella.
    (Anónimos y Natalia).
    Besos y abrazos según proceda.

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  5. Gracias Tino por tu atenta lectura. Me alegro de que el capítulo te haya llegado al corazón.
    Ah, y gracias también por el fallito encontrado, si no me lo llegas a decir no me doy cuenta.
    Un abrazote.

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  6. ANÓNIMO. Gracias por dejarte enganchar, eso como te puedes imaginar es todo un placer para mí. espero conseguir que sigas asistiendo a La Galbana.

    Les daré tus anónimas gracias a ambos.
    Mi abrazo.

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  7. Antes de nada:tenemos que esperar al 10 de febrero para seguir leyendote??? Si es asi, comenzaré a odiar este mes.Y ahora solo quería decirte lo que he intentado toda la semana pero mi liada cabecita no me ha permitido: Me he emocionado leyéndote, se me escaparon las lágrimas (bueno las contuve porque cuando te leí estaba en el trabajo)No te imaginas el bien que me hace leerte.Lo reconozco, soy galbanadicta

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