capítulo XVIII

Enseñar la casa. Manda narices salir de currar y tener que ir a enseñar la casa. Sé de lo necesario de venderla, papá no quiere vivir allí y yo tampoco. Aún así no quiero hacerlo. Por lo menos podían haber elegido otra hora. Voy lleno de churretes de café, disfrazado de ser productivo y oliendo todavía al último carajillo que he servido. El carajillo es el talón de Aquiles de los borrachos. Si uno no es alcohólico pide su carajillo en condiciones, se quema bien el alcohol, cáscara de limón, unos granitos de café… Al borracho le basta con un buen chorro de güisqui o coñac, que suele acompañar con un chupito a parte. A veces el chupito también acaba en el café. Joaquín lo llama un güisqui cortado. Joaquín sabe mucho de estas cosas sin ser un buen profesional. Le van a hacer la ola en Alcohólicos Anónimos cuando vaya.
Se supone que conozco a la pareja a la que voy a enseñar el piso. A él para ser exactos. “¿Te acuerdas de los vecinos? Sí, hombre: Teresa y Alberto. Pues su hijo, se casa y quieren vivir allí. Cuando eras pequeño jugabas con él. ¿No te acuerdas? Joder, el Luis”. De lo que me acuerdo es de un gilipollas que venía a casa y me quitaba los juguetes. Mi padre tiene su propia versión de los hechos, consistente en que siempre he sido muy egoísta y por eso el tal Luis se veía obligado a quitarmelos. Obligado, dice. Pues nada, quede absuelto el gilipollas y que me lleven a mí a juicio por egoísta. Algo me dice que no voy a realizar muy bien mi labor de vendedor, llamadme perspicaz.
Llego cinco minutos antes. Adoro mi puntualidad, odio la de los demás. Él va vestido para la ocasión: Un jersey de cuello de pico (con su cocodrilo y todo) y vaqueros de esos que sólo existen porque son de marca. Ella es normal y viste igual de normal. Él marca su territorio amoldando sus brazos a los hombros de ella. Dos piezas perfectas del puzzle de lo incomprensible.

-Hola, eres Víctor ¿no? –se apresura a preguntar.
-El mismo. ¿Y tú eras…?
-Luis, creí que tu padre iba a hablar contigo.
-Por eso estoy aquí, porque he hablado con él, es que no me acordaba de tu nombre. –Le doy dos besos a ella y me presento. Se llama Marta.
-Vamos a casarnos. –dice Luis. He visto a perros marcar su territorio con menos ansia.
-Ya, me lo ha dicho mi padre, de eso sí que me acuerdo. Oye, pensaba yo: ¿cómo que quieres ver la casa? Es decir, ya sabes como es y eso –disparo.
-Es para que la vea Marta. Estas cosas hay que decidirlas entre dos, ya sabes. –La mira y le da el beso más empalagoso posible.
-Pues no, no lo sé. Pero te creo, eh. Conste en acta. –Ella ríe y él le sigue el juego.

Entramos en el portal. Ellos suben primero. No estoy de acuerdo, debería ser yo quien vaya delante. Al fin y al cabo sigue siendo mi casa; o la de mis padres, o la de mi padre… En cualquier caso aún es más mía que suya. Pero bueno, lo mismo me estoy excitando demasiado. A echarle paciencia. Suben muy despacio y casi en paralelo. Ella echa la vista atrás como asegurándose de que sigo ahí. Aclaro que no consiste en ningún tipo de tensión sexual, más bien no se fía de que les esté escuchando; yo creo que hasta teme que desaparezca. El Luis este habla mientras avanza, cada vez más lento. Le presto la mitad de mi atención, el resto de la misma está a sus cosas. Me recuerda incidencias de cuando éramos pequeños como las quedadas de nuestros padres para ver el fútbol y no sé qué sobre nosotros: Que si nos metíamos al cuarto a jugar a súper héroes, que si éramos muy buenos amigos, que si se acuerda de esto, y de lo otro y de lo otro… Coño, a ver si al final va a resultar que tengo una deuda de amistad con este personaje. Uys, qué yuyu. Al llegar al piso tienen la amabilidad de dejarme abrir la puerta. Mentiría si no digo que pensaba que me iba a pedir las llaves para abrir él. Se ve que sabe diferenciar entre visita y mudanza. Entramos.

Aún quedan algunas cosas: El espejo tamaño elefante del salón, un par de estanterías en las que nunca hubo libros, el paragüero de hojalata de la entrada y algunas otras cosas sin más importancia que cualquier otro atrezzo del pasado. No son esas cosas las que me traen el recuerdo, sino la claridad de los huecos de los cuadros, las marcas de los sofás en el suelo, el cerco como de carbón en la pared en la que estaba la tele, etc. Con aguzar un poco la mirada la casa viaja en el tiempo y la veo tal y como era. El olor también es el mismo. Me sorprende. Pensaba que el olor dependía del mobiliario y de los seres que abusaban de él, pero el vacío huele exactamente igual.

-¿Ves? Está muy bien para nosotros. Están genial estos pisos. Y así alejaditos del centro estaremos más a gusto –dice Luis a Marta.
-Es verdad, me gusta. Qué cantidad de luz ¿a qué sí? –continua ella.
Les cuento las cuatro cosas que me ha hecho aprenderme mi padre: Hicimos obra y las cañerías están como nuevas, se reforzaron las paredes y no se escucha a los vecinos, es muy luminoso y hay tomas para la antena en todas las paredes. Lo digo y me aparto de ellos. Me produce risa su conversación en plan película. “Esta puede ser la habitación de los niños”, “Mira, aquí podíamos poner un despacho”. Estos han visto demasiadas películas a las tres y media. Me quedo frente al espejo mirándome las manchas, les pongo hora y cliente y rasco como si tuviera uñas mágicas para hacer desaparecer la mierda. Por cierto que tampoco llevo precisamente limpias las uñas. Joder, si estuviera en casa me estaría dando una estupenda ducha. Estar en casa. Extraño concepto con el que especular en esta ubicación.

Ambos vuelven al salón. Él sonríe como si se hubiera tragado una rodaja de sandía. Ella permanece a la estela. Tocan las paredes y mueven las pupilas sin escatimar. Dos escáneres humanos. Vuelven a besarse, ahora los dos con las mismas ganas. Él se dirige a mí.

-Qué buenos recuerdos. Eran buenos años… -dice buscando que secunde la moción.
-Y eso que aquí vivía yo, si vuelves a la casa de tus padres te pillas una sobredosis de infancia –digo con menos acritud de la que parece. Se ríe.
-Es que como estos pisos son todos iguales, me vienen cosas también de mi casa. Y como encima aquí he jugado varias veces, el recuerdo es más fuerte.
-Ya. –Tiene sentido. Que sea gilipollas no evita la coherencia.
-Bueno, a ver, vamos a los negocios –dice cambiando de sonrisa de gilipollas a sonrisa profesional.
-De los negocios no sé nada, eso a mi padre. Yo, un mandao. –Soy bueno como borrador de sonrisas.

Echan un último vistazo a la casa. Se miran al espejo y van junto a la puerta con un dominio fabuloso de la comunicación no verbal. Bajo yo primero. No se me va a olvidar la ofensa de la subida. Hablan entre ellos dando el visto bueno a la futura vivienda. Salimos y ella me ofrece un cigarro. Fumamos. “Qué asco de tabaco” dice él.

-Bueno, pues ya está. Mañana llamo a tu padre, creo que lo tenemos decidido.
-Pues muy bien –apruebo.
-Estás de camarero ahora, me dijo ¿es así? –pregunta a modo de amigo.
-No exactamente –respondo y me mira las manchas de la camisa-. Quiero decir que no es que sea ahora, siempre he sido camarero.
-Es un gremio que admiro. –Ésta sí que no me la esperaba.
-¡No jodas! ¿y eso?
-Es un trabajo muy sacrificado, hay que tener un par para poner buena cara mientras los demás se divierten.
-Qué me vas a contar. –Verás tú si al final no va a ser tan gilipollas. No estaba previsto.
-También curré de camarero varios años –me dice encontrando mi empatía-, luego ya terminé la carrera y estoy de administrativo en una constructora.
-¿Curráis los dos? –pregunta mi faceta maruja.
-Sí, por suerte sí. En estos tiempos eso es un lujo –responde ella dignándose a entrar en conversación.
-Sí que es un lujo -confirmo.
-Tengo suerte de todas maneras, trabajo de secretaria en la empresa de mi padre.
-¿También en la construcción? –O se me calla la maruja que llevo dentro o termino tomando café con ellos. Hasta escalofríos me han dado.
-Qué va –responde él, quitándole la palabra-. Su padre es el dueño de una editorial. Pero ya le digo yo que no confíe mucho en ese trabajo. Algún día se tendrá que buscar algo serio ¿no crees?
-¿Os apetece un café? –propongo. Qué menos que un café con un amigo de la infancia. Si hasta hemos jugado a súper héroes.

4 comentarios:

  1. Había pospuesto hasta hoy empezar tu novela y llegado el capítulo XVIII he de confesar que estoy enganchada.

    La estoy disfrutando muchísimo; he reído, llorado, intrigado, sonreído... como con las mejores!

    Dices que te cuesta, pero las buenas ideas no cesan. Me gusta mucho el giro que le acabas de dar. Otro más. Retiene el interés y la avidez de próximas entregas.

    Enhorabuena y GRACIAS.
    Susan

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  2. Vaya Susan, confieso que es una sorpresa encontrarte, una muy grata sorpresa. Me alegra que estés disfrutando de Las Crónicas, también lo hago yo escribiéndolas. Es verdad que he dicho que me cuesta, y no tiene nada de mentira, pero eso no me asusta y, además, forma parte de lo mejor de todo: aprender.

    Muchas gracias por venir y dejar constancia de tu paso, de veras es una alegría. Espero mantenerte enganchada.

    Abrazotes.

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  3. Hola Antolin, soy Paco, del cole, acabo de leer este capitulo como el primero y la verdad es que me ha sorprendido, quizas a ti te sorprenda que yo lea, me ha gustado mucho tu manera de narrar a si que voy a ver si empiezo desde el primero y me entero de algo. Un abrazo y me alegro de saber de ti, a ver si charlamos un dia.
    Un abrazo.

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  4. Vaya, Paco. El capítulo XVIII está siendo el capítulo de las sorpresas. Cómo me alegra que hayas dado conmigo, es genial.
    Oye, charlamos cuando quieras. No sé si tienes facebook o algo de eso para que nos pongamos en contacto, si no en mi perfil del blog está mi dirección de correo; estaría muy bien charlar y saber qué es de tu vida.
    No hace mucho estaba buscando a amigos del cole en el face y me acordaba de ti pero no del apellido.
    Me alegra que nos hayamos encontrado. Hablamos.
    Un gran abrazo.

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