capítulo XIV

Cuando llegué papá estaba haciendo la maleta. En el salón sólo quedaba la tele. Justo en medio del solar de losas y gotelé. Había decidido ir a verle sin avisar, además después de tantos días ¿para qué llamar? Mejor en persona. Pensé que le daría una sorpresa yendo a verle y el sorprendido fui yo. La casa olía de otra manera, supongo que decenas de muebles y objetos y una persona menos son capaces de cambiarle el olor a cualquier lugar. Lo único que permanecía completo era la cocina. Inspeccioné los muebles. También la vajilla y demás utensilios estaban intactos. Femenina y útilmente ordenados. Bajo el frigorífico había un charco de agua, mamá siempre llenaba el suelo de trapos cuando lo descongelaba. Un par de veces al mes. Papá y yo eso nunca lo entendimos muy bien, así que supongo que él no tenía por qué cumplir con la norma de que el agua no tocase el piso. Saqué el cubo y la fregona y empecé a achicar aguas. Por un segundo me planteé hacerlo jugando a los náufragos, pero un golpe con la esquina de la repisa me quitó las ganas y papá vino a la cocina.

-¿Qué ha sido eso? –preguntó como si creyese en fantasmas.
-Esta repisa siempre ha estado mal puesta, me he hartado de decirlo. Casi me abro la cabeza, hostias.
-Si no te la abriste en años no te la vas a abrir ahora. Se te ha ido endureciendo.
-Ya, será hereditario, como la calvicie.
-Alopecia –corrigió mi padre.
-El caso es que te quedas sin pelo. Y ya sé que se dice alopecia.
-Tus tíos me han preparado la habitación en la que dormías tú de pequeño. –Cambiando de tema antes de que nos irritáramos por una tontería, cosa habitual.
-Todavía no me creo que prefieras irte al pueblo. –El agua del frigorífico no se acababa nunca.
-Allí estaré bien, hijo. Tus tíos han insistido mucho. Les echaré una mano en la fábrica y me sentiré útil. Además no sé qué pinto ya por aquí. Sólo soy un jubilado, si me quedo pronto tendría que buscarme una residencia.
-Supongo. Pero tienes una casa, te quedan muchos años valiéndote por ti mismo. Y luego ya se vería. Qué parece que te sientas un inválido.
-Víctor, yo no sé hacer nada. En pocos días no tendría ni ropa qué ponerme y no me voy a alimentar sólo de conservas.
-Te podría echar una mano –dije al cuello de mi camisa y papá hizo oídos sordos.

Me daba una pena enorme ver ese lugar vacío. La cocina amueblada y la tele nueva abandonada en el salón proporcionaban un toque tétrico. En cada lugar mi cabeza colocaba una fotografía en sepia colgada con una chincheta: aquí veía la tele, aquí hacía los deberes, aquí estaba la mesa bajo la que pegaba los mocos, aquí es donde la tía me cortaba siempre el pelo, aquí mamá me lavaba la cabeza con vinagre cuando tuve piojos, aquí me caí, robé, reí, me enfadé, guardaba los juguetes. Aquí. No quedaba nada en los armarios. La ropa de papá se había instalado en dos maletas medianas y la ropa y las cosas de mamá prefería no saber qué había pasado con ellas. También se había deshecho del colchón de matrimonio y de las fotos de la mesilla. Sólo dentro de mí había pruebas de que ese lugar fue mi casa.
El cartel naranja y negro de “se vende” era como un puñetazo en toda la boca. Pero sentía cierta tranquilidad por mis dientes, un piso tan viejo y en estos tiempos iba a ser muy jodido de vender. No es que vaya a hacer nada con la casa, ni siquiera tenía pensado volver a acercarme por allí pero, yo qué sé… Cuando papá agarró el cartel y me pidió que le ayudase a colgarlo en la terraza me di cuenta de algo. El teléfono que había indicado era mi número de móvil.
-Pero qué coño… Cómo pones mi número, estarás de coña.
-De coña nada. ¿Te crees que me voy a meter un viaje de seiscientos kilómetros cada vez que alguien pregunte por el piso?
-Joder, a mí qué me cuentas. Yo no quiero saber nada –recriminé dejando de ayudarle-. Que se encarguen los de la inmobiliaria.
-No hay ninguna inmobiliaria. Me ha costado mucho mantener esta casa y me cuesta mucho más desprenderme de ella. Ningún buitre se va a quedar con un solo duro.
-Ya estamos. A ti lo de siglo veintiuno no te dice absolutamente nada ¿verdad?
-Mira. Si no quieres pues ya me vendré yo como pueda. No pienso discutir contigo.
-Pues será la primera vez –dije en busca de sus cosquillas.
-Será. –Y comenzó a quitar los números de plástico del cartel.
-Vale, vale. Oye, lo siento. Lo haré.
-Para mí tampoco es fácil, hijo. Hay que hacer lo que hay que hacer. Te tengo dicho que un hombre hecho y derecho tiene…
-Por ahí no –le corté-, no me vengas con sermones papá. Si no hago lo que siempre me has dicho, si no soy como siempre has querido, no es porque no me acuerde de lo que para ti es un hombre hecho y derecho. No quiero y punto. Dejémoslo estar. ¿Cuándo te vas?
-Esta misma noche.

Me quedé con él hasta que mi tío vino a buscarle. Nos sentamos en el suelo y pasamos unas horas de incómoda pero necesaria conversación. Sabía que iba a echarle de menos. ¿Por qué? Apenas le veía una vez al mes y nuestra relación hacía mucho que no era la normal entre padre e hijo. Las cosas cambiaban de prisa. El mundo parecía despegar una y otra vez mientras yo me quedaba en tierra. Joder, hasta mi padre, un señor mayor con menos ambición que un percebe, se adaptaba, con cierta inteligencia, a las circunstancias.
Justo cuando me echaba en cara que no hubiese venido a verle antes y yo reprochaba no saber nada de su marcha, llamaron al telefonillo. Le ayudé a bajar las maletas y dije en secreto adiós a la casa. Mi tío me saludó y se despidió de una sola ráfaga. En pocos minutos el coche se alejaba de mí a la velocidad de la luz.


Llevo ya despierto un buen rato pero la cama no me suelta. En cuanto sea capaz de zafarme me daré una ducha y buscaré algo que pueda hacer para sentirme útil. No sé exactamente qué, pero desde luego quedarme tirado en la cama hasta el medio día no es lo que se dice una solución.

-Vaya, si estás despierto, te estaba esperando para preparar el desayuno.
-Cualquier cosa está bien. ¿Puedo usar tu baño? Necesito una ducha – digo después de recibir un beso.
-Claro, yo mientas prepararé algo –respondió y se fue medio desnuda a la cocina.

En el cuarto de baño todas las cosas de Germán están perfectamente ordenadas. La casa de Laura sí tiene la apariencia de un hogar. Supongo que en otros hogares también pasará lo mismo. En otro cuarto de baño también habrá un intruso utilizando espuma de afeitar y cuchillas que no son suyas. Alguien estará desayunando y jugando a las casitas justo antes de que la soledad le zarandee de vuelta a la realidad. En algún lugar habrá otro hombre mirándose a un espejo que lo refleja con desgana. Alguien al que su padre le haya repetido hasta la saciedad cómo ha de ser un hombre hecho y derecho.

1 comentario:

  1. Te voy siguiendo desde hace tiempo aunque hasta hoy no he dicho nada. Te digo ahora que me resulta muy interesante tu manera de conseguir el sentimiento y la identificación con el lector. Tu prosa me parecía original y sentimentalmente competente, así que te busqué y resulta que eres poeta. Das en el clavo Antolín; te sigo con plena energía y curiosidad.

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